Que nadie se equivoque, quienes
acudan al visionado de Bohemian Rhadsody en busca de morbo, descenso a los infiernos personales y demás parafernalia
ya pueden volverse por donde llegaron. O regresar a su habitual círculo
cultureta para dejar caer el nombre del último director de apellido
impronunciable y filmografía enrevesada. Pero tampoco nos confundamos, Bohemian Rhadsody es cine en estado puro
desde los dinámicos títulos de crédito. Un cine que rehúye el dramón y la
desdicha para centrarse en los momentos luminosos y la música soberbia del
grupo, pasando de puntillas por otras tramas, que, si bien podrían interesarle
a un sector de los espectadores; hay
otro sector (entre los cuales me cuento) a los que no le interesan en absoluto;
y su único deseo es disfrutar de un
producto bien realizado, que emociona y satisface musicalmente. Este biopic está
construido a base de anécdotas con un montaje dinámico, interpretaciones
notables en su brevedad, algunas incluso anecdóticas, con hallazgos visuales como
ese travelling inverso que se introduce dentro del autobús o la exultante grúa
al comienzo del concierto.
El trabajo del otrora interprete de “Mr Robot”, roza
con la perfección. El lenguaje corporal tan característico de Mercury es
asumido como propio por el protagonista, que no trata de imitar a Freddy, se
introduce en su piel, y esto se agradece. La narración es coherente,
secuencial, con una dinámica interna que alterna los momentos de intimidad con
la espectacularidad de la creación de las canciones en un equilibrio que se
agradece y se disfruta. Una película con un clímax final apabullante dónde la cámara
y la música son las protagonistas, Una dionisiaca celebración de la música de
Queen. Quien tenga querencia por zonas oscuras y almas atormentadas, tendrá
que esperar a otro director. Esto es una jubilosa y exultante fiesta de los sentidos.
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