El tiempo congelado
No encontramos ante un título fascinante y revelador (Dawson
City: Frozen Time. Bill Morrison. 2016). Dawson City fue una ciudad creada por mineros en Canadá occidental
que alcanzó una población máxima en escasos meses. El cine se convirtió en el
entretenimiento de aquellos trabajadores (al mismo nivel que burdeles y
garitos). El método de distribución de la época, basado en una cadena, dónde
los estrenos iban pasando por ciudades importantes, hasta epilogar en los
burgos más pequeños y distantes, de los cuales no regresaban las copias, hizo
posible este documental.
Las películas que se salvaron de la peligrosa quema (eran de
nitrato de plata) o de ser arrojadas al río Yukón, se utilizaron para rellenar
una piscina municipal que estaba siendo pavimentada para patinar sobre hielo. La
suerte (para la historia del cine) decidió que en 1978 se encontraran durante
un proyecto de construcción una piscina abandonada, detrás de la sala de juego
de Diamond Tooth Gertie, cientos de originales que se convirtieron en Dawson City.
El director entrelaza las narrativas de celuloide y
fotografías tomas entre los mineros, con noticieros, películas de ficción, etc.
No existe narración en sentido estricto. Las historias se
cuentan con títulos impresos y a través de imágenes. La variedad de géneros
incluye melodramas, wésterns, románticas, comedias o reportajes donde aparecen
sucesos como la masacre de Ludlow, el
más mortífero incidente de la huelga de carbón del sur de Colorado o la
escandalosa Serie Mundial de 1919, donde los White Sox amañaron la eliminatoria, perdiendo a cambio de cien mil
dólares del crimen organizado.
Es difícil valorar el valor que para el cine tiene un
hallazgo de estas características, teniendo en cuenta que el 75% del cine de
nitrato estadounidense se perdió debido a la naturaleza de su soporte. De este
modo, el film se convierte en un inmersivo viaje hacia un mundo mágico. Los 533
carretes descubiertos nos acercan a un universo desaparecido, donde vemos el
ascenso y caída de la ciudad y avanzamos cronológicamente hasta el final de la
Segunda Guerra Mundial.
Hay una cierta poética en el engarce de las imágenes, siempre
utilizando la música como narrador omnisciente, se nos narran décadas de
ilusiones, sentimientos, hechos históricos, conservados accidentalmente por el
permafrost. Un permanente ejercicio de arqueología cinematográfica de un lugar
donde pasearon estrellas como Fatty Arbuckle, William Desmon Taylor o Charlie
Chaplin junto a fascinantes figuras históricas. Esta hermosa y poética cápsula
del tiempo es un himno conmovedor al séptimo arte. Morrison ha elaborado un
documental de vanguardia hilando, entretejiendo, hilvanando cientos de películas
dispares y disímiles. Con ellos ha conseguido triunfar sobre el tiempo,
recuperar una memoria que, de otro modo, se habría perdido para siempre.
Dawson fue la fuente de muchos hechos posteriores. Allí (en
Klondike) Fred Trump comenzó su fortuna hotelera, también fue el lugar donde
Alex Pantages, el empresario teatral, abrió su primer teatro. El futuro magnate
Sid Grauman vendía periódicos allí aprendió a ser un showman. Después vino la
caída de la ciudad y el abandono. Pero el director, como un hombre del
renacimiento, esculpe el tiempo, utiliza una paleta de memoria y convierte en
luz lo que estaba oculto, incluso las imágenes que están deterioradas con
quemaduras, verrugas o rayadas, que semejan escotomas.
El sueño febril del áureo mineral que atrajo a miles de
personas a poblar aquellas tierras, la necesidad de supervivencia de los
primeros pobladores y la necesidad de entretener a los trabajadores exhaustos y
borrachos sería el detonante de este milagro cinematográfico. La lejanía de
estas tierras hizo que al estar al final de la línea de distribución de
películas, permanecieran para nosotros como homenaje, testimonio y certera
visión de un mundo, una época y un sueño. Morrison se mueve entre lo
experimental y el documental más tradicional, una actitud de hibridación
arriesgada, pero que le permite sortear la abstracción y lo real con pericia.
Tratar de comprender la inexistencia del concepto de
patrimonio cultural y cualquier noción de arte, es imposible desde nuestra
perspectiva actual. Comprender como una película, carísima de fabricar y
distribuir era arrojada al río o a un vertedero, nos resulta incomprensible.
Morrison también nos acerca, indirectamente, a la decadencia de la nación
Tr'ondëk Hwëch'in de habla Han, conforme va creciendo la “civilización” en la
zona, convirtiendo el cine en testimonio de una época y homenaje a una
geografía que fue violada por pozos grises y sombríos, horadada y herida por el
hombre. 120 minutos de un mundo silencioso en escala de grises, un espectral paseo
por el amor y la muerte, parpadeante, flotante, pleno de mitología de la
América fronteriza. Una frontera a 173 millas del Círculo Polar Ártico. Las
películas llegaban sin dirección de reenvío, sin carruaje de regreso, tan sólo
las instrucciones para su destrucción. Un verdadero milagro las ha hecho llegar
hasta nosotros envueltas en la partitura hipnótica de Alex Somer, productor de
la banda islandesa de post-rock: Sigur
Ros. El director deseaba una BSO que sonara épica, etérea, con matices
norteños. Somer le regala una partitura minimalista, con predominancia del
teclado y la cuerda, solemne y jugando con la reverberación.
Un señero homenaje en modo de collage a la historia
colectiva. Un sueño que ha permitido la persistencia de la memoria y vencer la derrota
cultural de tanta destrucción de imágenes, sueños e ilusiones perdidas.
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