lunes, 18 de octubre de 2021

Dawson City. Frozen Time. El tiempo congelado

 

                                                               


El tiempo congelado

 

No encontramos ante un título fascinante y revelador (Dawson City: Frozen Time. Bill Morrison. 2016). Dawson City fue una ciudad creada por mineros en Canadá occidental que alcanzó una población máxima en escasos meses. El cine se convirtió en el entretenimiento de aquellos trabajadores (al mismo nivel que burdeles y garitos). El método de distribución de la época, basado en una cadena, dónde los estrenos iban pasando por ciudades importantes, hasta epilogar en los burgos más pequeños y distantes, de los cuales no regresaban las copias, hizo posible este documental.

Las películas que se salvaron de la peligrosa quema (eran de nitrato de plata) o de ser arrojadas al río Yukón, se utilizaron para rellenar una piscina municipal que estaba siendo pavimentada para patinar sobre hielo. La suerte (para la historia del cine) decidió que en 1978 se encontraran durante un proyecto de construcción una piscina abandonada, detrás de la sala de juego de Diamond Tooth Gertie, cientos de originales que se convirtieron en Dawson City.

El director entrelaza las narrativas de celuloide y fotografías tomas entre los mineros, con noticieros, películas de ficción, etc.

No existe narración en sentido estricto. Las historias se cuentan con títulos impresos y a través de imágenes. La variedad de géneros incluye melodramas, wésterns, románticas, comedias o reportajes donde aparecen sucesos como la masacre de Ludlow, el más mortífero incidente de la huelga de carbón del sur de Colorado o la escandalosa Serie Mundial de 1919, donde los White Sox amañaron la eliminatoria, perdiendo a cambio de cien mil dólares del crimen organizado.



Es difícil valorar el valor que para el cine tiene un hallazgo de estas características, teniendo en cuenta que el 75% del cine de nitrato estadounidense se perdió debido a la naturaleza de su soporte. De este modo, el film se convierte en un inmersivo viaje hacia un mundo mágico. Los 533 carretes descubiertos nos acercan a un universo desaparecido, donde vemos el ascenso y caída de la ciudad y avanzamos cronológicamente hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

Hay una cierta poética en el engarce de las imágenes, siempre utilizando la música como narrador omnisciente, se nos narran décadas de ilusiones, sentimientos, hechos históricos, conservados accidentalmente por el permafrost. Un permanente ejercicio de arqueología cinematográfica de un lugar donde pasearon estrellas como Fatty Arbuckle, William Desmon Taylor o Charlie Chaplin junto a fascinantes figuras históricas. Esta hermosa y poética cápsula del tiempo es un himno conmovedor al séptimo arte. Morrison ha elaborado un documental de vanguardia hilando, entretejiendo, hilvanando cientos de películas dispares y disímiles. Con ellos ha conseguido triunfar sobre el tiempo, recuperar una memoria que, de otro modo, se habría perdido para siempre.



Dawson fue la fuente de muchos hechos posteriores. Allí (en Klondike) Fred Trump comenzó su fortuna hotelera, también fue el lugar donde Alex Pantages, el empresario teatral, abrió su primer teatro. El futuro magnate Sid Grauman vendía periódicos allí aprendió a ser un showman. Después vino la caída de la ciudad y el abandono. Pero el director, como un hombre del renacimiento, esculpe el tiempo, utiliza una paleta de memoria y convierte en luz lo que estaba oculto, incluso las imágenes que están deterioradas con quemaduras, verrugas o rayadas, que semejan escotomas.

El sueño febril del áureo mineral que atrajo a miles de personas a poblar aquellas tierras, la necesidad de supervivencia de los primeros pobladores y la necesidad de entretener a los trabajadores exhaustos y borrachos sería el detonante de este milagro cinematográfico. La lejanía de estas tierras hizo que al estar al final de la línea de distribución de películas, permanecieran para nosotros como homenaje, testimonio y certera visión de un mundo, una época y un sueño. Morrison se mueve entre lo experimental y el documental más tradicional, una actitud de hibridación arriesgada, pero que le permite sortear la abstracción y lo real con pericia.



Tratar de comprender la inexistencia del concepto de patrimonio cultural y cualquier noción de arte, es imposible desde nuestra perspectiva actual. Comprender como una película, carísima de fabricar y distribuir era arrojada al río o a un vertedero, nos resulta incomprensible. Morrison también nos acerca, indirectamente, a la decadencia de la nación Tr'ondëk Hwëch'in de habla Han, conforme va creciendo la “civilización” en la zona, convirtiendo el cine en testimonio de una época y homenaje a una geografía que fue violada por pozos grises y sombríos, horadada y herida por el hombre. 120 minutos de un mundo silencioso en escala de grises, un espectral paseo por el amor y la muerte, parpadeante, flotante, pleno de mitología de la América fronteriza. Una frontera a 173 millas del Círculo Polar Ártico. Las películas llegaban sin dirección de reenvío, sin carruaje de regreso, tan sólo las instrucciones para su destrucción. Un verdadero milagro las ha hecho llegar hasta nosotros envueltas en la partitura hipnótica de Alex Somer, productor de la banda islandesa de post-rock: Sigur Ros. El director deseaba una BSO que sonara épica, etérea, con matices norteños. Somer le regala una partitura minimalista, con predominancia del teclado y la cuerda, solemne y jugando con la reverberación.

Un señero homenaje en modo de collage a la historia colectiva. Un sueño que ha permitido la persistencia de la memoria y vencer la derrota cultural de tanta destrucción de imágenes, sueños e ilusiones perdidas.



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