No cabe duda de que Ridley Scott se ha posicionado como el
gurú del cine histórico con sólidas bases, capaz de situarse en el intimismo de
Los Duelistas, o navegar por la
épica de Gladiator y El reino de los cielos.
El último duelo es la paleta histórica de un paisaje
y una época (con todo lo que ello conlleva), un paseo por el amor y la muerte
bebiendo de las fuentes de aquel icónico “Rashomon”
donde Kurosawa jugaba con las perspectivas de los personajes y que influenció
en posteriores incursiones. Como el western “The Outrage” (Cuatro Confesiones. 1964), por no hablar
de las influencias del maestro en Tarantino, Singer, Tykwer o Zhang Yimou. Este
efecto polinizador incluso alcanza a Minnelli (Cautivos del mal. 1952) o al Altman de Gosford Park. 2001.
El director se ha basado en un hecho real para desarrollar el
guión. En Normandía, el caballero Jean de Carrouges gobernó varias propiedades
al servicio del conde Pierre D´alençon. Pasó a la historia por luchar en uno de
los últimos duelos judiciales permitidos por el rey y el Parlamento contra el
escudero Jacques Le Gris. El último duelo verdadero fue en 1547. Los caballeros
que llevaban el bacinet y el grueso jac sobre la cota y el rondache fueron Guy
Chabot de Jarnac que se enfrentó a François de Vivonne.
Scott ha hecho a
conciencia los deberes. La cronología, así como la mayor parte de los hechos,
diálogos y situaciones están tomados de obras como “Chronique du Religieux de
Saint-Denys”, traducido por Steven Muhlberger
o las crónicas (Cuentos) de Jean Froissart, los registros del Parlamento
de París o las notas del abogado de Le Gris, Jean Le Coq. Todo ello pasado por el tamiz del ensayo del
especialista en historia medieval Eric Jager (basado en fuentes primarias) del
mismo título.
La definición de personajes es certera e icónica. Adam Driver
(Jacques Le Gris) es un libertino, hedonista y (para más inri) un ordenado
eclesiástico. Esto le permite el acceso a unos conocimientos (latín, lectura, etc)
que tan sólo poseía la Iglesia en el Medioevo y que, a lo largo del film,
utiliza largamente para su beneficio.
Jodie Cormer, que ya dio muestras de cómo desarrollar un
personaje emblemático en la serie “Killing Eve”, es Marguerite de Carrouges,
una mujer culta, capaz de organizar, sacar adelante y convertir en fructíferas
todas las posesiones. La otra punta del triángulo es el señor de Carrouges
(Matt Damon), casi un gañán, algo tosco y más obsesionado con el honor y la
propiedad que con la expresión de afectos conyugales. Un irreconocible Ben Affleck
construye un noble ceremonioso, pagado de sí mismo y de porte aristocrático. El
aspecto formal de Carrouges parece extraído directamente del Heston de El señor de la guerra (Franklin J.
Schaffner. 1965), la estética y el
pathos se mantienen mucho más cercanos a Los
señores del acero (Paul Verhoeven. 1985), que a aquellas producciones
hollywoodienses donde la mujer era poco más que un ornamento, una dama
secuestrada o la acólita del señor. Virginia Mayo en El Talismán aguarda, apática, el rescate por parte de sus fieles. Los caballeros del Rey Arturo está
teñida de un torpe e ingenuo romanticismo y Rebeca es juzgada por hechicería
(otro de los roles medievales de la mujer) en Ivanhoe. Existe una coincidencia entre estas dos opciones
cinematográficas tan disímiles en sus conceptos y sus estéticas ante la que no
se puede pasar de largo por su perversidad conceptual: la suerte de las mujeres
quedaba decidida por “el juicio de Dios”.
El epílogo de El
último duelo es decepcionante por mucho que nos empeñemos en buscar
victorias pírricas en el mensaje, como veremos a continuación. El trato que se
da a las mujeres protagonistas es casi instrumental, al servicio de un guión
donde los protagonistas absolutos son masculinos. No nos equivoquemos. El poder
está en las manos de un sistema heteropatriarcal, un poder que “produce placer”
y entonces, no hay crimen.
No hay mayor monstruosidad que dejar la verdad en manos de un
enfrentamiento donde la suerte, la pericia y diversas circunstancias deciden
las vidas de unas personas. El destino de Margerite depende de la habilidad de
su esposo para la lucha, no de una decisión divina. No hay verdadera victoria
en el triunfo en la palestra de Carrouges. De hecho parece moverse más por el
honor y la aprobación popular que por un apasionado sentimiento por su esposa.
Durante la secuencia del triunfo, mientras se baña en la aclamación de las
multitudes, alguien desde el estrado tiene que recordarle que su mujer está
encadenada todavía.
La película omite situaciones como la ceremonia que convierte
a Gris en caballero, para que pudieran estar en igualdad o los testigos que
presentó y declararon que se encontraba muy lejos el día de la violación. No
era de extrañar, ya que la legislación medieval prescribía castración,
cegamiento o ahorcamiento para los perpetradores. El marco legal llegaba a
reconocer la violación en trabajadoras sexuales o incluso de personas
intoxicadas.
Pero la realidad era distinta. El castigo no se aplicaba en la mayoría de los casos o se les imponía una simple multa. El acceso de las víctimas al juicio era arduo y complicado, por no hablar de los acuerdos financieros o la terrible solución de matrimonio con el violador. Ante la imposibilidad de demostrar que se había luchado con todas sus fuerzas y resistido o la necesidad de que los vecinos hubieran oído los gritos, todo se hacía mucho más duro y arduo para la mujer.
Incluso se recomendaba acudir a la aldea más cercana para mostrar el daño causado, los desgarros y la sangre (sic).
Los jueces afinaban todo lo posible buscando cualquier confusión en la declaración para invalidarla. No podía diferir ni el más mínimo detalle. A una niña de 11 años que equivocó el día de la semana en que se produjo la violación la sentenciaron a pagar daños y perjuicios y se libro de la cárcel debido a la edad. Otra mujer del siglo XIII, llamada Rose fue encarcelada durante dos años, después de denunciar la violación, ya que no pudo definir la fecha. Los casos más gravosos eran los de embarazos posteriores, ya que la mentalidad heteropatriarcal creía que tan sólo gozando durante el acto (frui per unionem carnalem) era posible procrear. El recién nacido tan sólo debía concebirse dentro de la “honesta copulatio” Pese a ello hubo mujeres que se atrevieron a denunciar esta terrible violencia. No obstante la voluntad didáctica del director, denota una cierta incredulidad en la capacidad del espectador. En un ejercicio erróneo de pedagogía, sobre el cartel de “La verdad de Marguerite”, se desvanece el final. Queda tan solo “la verdad”.
Mucho más terrible era la creencia de la imposibilidad de
embarazo durante la violación. Si esta se producía, los ínclitos jueces daban
por sentado que la mujer había “disfrutado” durante el acto. En la mentalidad
de la época para producirse en embarazo la mujer debía experimentar la Petite Mort (poética forma francesa para
definir el orgasmo), de lo contrario no había embarazo. Este término, acuñado
en el siglo IX, es referido varias veces a lo largo del film. El interés del
varón en el hecho de que la mujer alcance el clímax se debe únicamente a un
interés reproductivo y de linaje. Incluso la madre del protagonista se
inmiscuye en tan íntimos momentos.
Los instantes del juicio constituyen algunos de los momentos
más humillantes y vergonzantes da la película. El testimonio sobre sensaciones
íntimas, las preguntas capciosas de los clérigos reacios a dar la razón a la
mujer, la búsqueda del menoscabo de la denunciante, son filmadas por Scott con
maestría, consiguiendo mostrar la infamia y la injustica del mundo en que
debían sobrevivir luchadoras como Marguerite.
Damon construye el personaje con solvencia. Un tipo que
consigue una cierta empatía con el espectador. Pese a sus básicos y elementales
conceptos del mundo, el honor o la propiedad. La guinda del pastel es cuando le
dice a Marguerite que “Mañana me voy a jugar la vida por vos”, pero olvida el
pequeño detalle. Si es derrotado, su esposa será desnudada, humillada y quemada
en la hoguera. También obviaba que él se jugaba la vida constantemente por
otras causas menos importantes.
El otro “detallito” es que los juicios por violación, como el
representado en el film, se llevaban a cabo, no contra la afrenta y la
violencia a la mujer, sino contra la honra y la “propiedad” de la casa de
Carrouges. A este efecto recordemos esa secuencia final donde el populacho aclama
al héroe “por la gracia de Dios”. Un héroe mucho más interesado en los aplausos
efímeros, los beneplácitos reales, las recompensas y los honores. Este “día de
la marmota “medieval, no es la victoria que se nos ha tratado de vender desde
algunas posturas. El hecho de que el marido le pregunte a su esposa si es la
verdad lo que le cuenta cuando le confiesa el violento asalto, ya nos indica el
camino que vendrá. Marguerite, valiente, osada sin duda, una mujer de inusitado
coraje, no es más que una pieza de ajedrez en este juego donde confluyen el
heteropatriarcado, el poder de la iglesia en la época y los desniveles sociales. Una partida entre el
ombliguismo de Carrouges y la injusticia conceptual para los más débiles que se
respiró en Europa durante siglos. Marguerite es una posible víctima de la
ordalía en el caso de que su “defensor” no de la talla.
El entorno que rodea a Marguerite es de un oscurantismo
salvaje. Desde la confesión de Pierre le Gris, que dice al sacerdote que
cometió “adulterio”; lo cual supone consentimiento por parte de la víctima;
hasta la contestación que le da al abogado eclesiástico cuando el pregunta si
hubo resistencia. “Se resistió un poco,
como es costumbre”. Vomitivo. Pero el mayor segmento de oscuridad procede
del propio entorno de Margerite, con una suegra que le confiesa que a ella
también la violaron y no fue a molestar a su señor “que se ocupaba de cosas más importantes”. La falta de sororidad de
las mujeres que rodean a Marguerite es terrible. Hasta su mejor amiga la traiciona.
Ridley Scott consigue narrar ágilmente, sobrevolando sobre la
densidad a que se prestan algunos instantes y la peligrosa reiteración de los flash-backs que hace peligrar el ritmo
narrativo circular y penaliza el interés. El director dirige una sinfonía de
violencia y suciedad moral, una paleta mugrienta sobre un Medioevo inmundo
física y espiritualmente. La capacidad para mezclar momentos íntimos y pequeños
instantes con la parafernalia épica, dota de un ritmo narrativo que hace corta
la duración del film. Aunque algunos fondos mate no se mezclan con el primer
plano real de forma cómoda y los CGI de multitudes, se presentan algo toscos. Incluidas
las sangrientas salpicaduras obtenidas digitalmente.
La oscuridad envuelve las secuencias, con una certera
iluminación de velas (Dariusz Wolski), que recuerda el Barry Lyndon de Kubrick,
en contraste con los asfixiados grises azulados de los exteriores. La iluminación
nos guía por las situaciones e interior de los personajes. La banda sonora (Harry Gregson-Williams) alterna el intimismo
en algunos pasajes con la épica dramática que se crece en el tercio final.
Las escenas bélicas se resuelven sin partitura. Tres temas
centrales desarrollan a los personajes. Marguerite se lleva la mejor parte con
“Celui
que je Désire”, un aroma espiritual que funciona como referencia. El
tema se desarrolla según la situación, puede ser minimalista, desolador o
delicado, dependiendo del momento.
La obra tiene un aroma occitano utilizando modos medievales.
Las notas dedicadas a
Jean de Carrouges son rotundas, enfatizando el carácter épico del personaje. La
oscuridad es la partitura de Jean Le Gris, emulando aullidos. Corresponde a una
mentalidad fría, mecánica, carente de empatía.
Las interpretaciones
son notables, destacando el control gestual de una enorme Jodie Cormer, capaz
de transmitir tan solo con una mirada, plena de modulaciones y sutileza, o las
tablas soberbias de una Harriet Walker como madre marchita, llena de sabiduría
interpretativa. Adam Driver dibuja un personaje lleno de luces y sombras. Un
hombre culto, cuyo conocimiento no le libra de las lacras conceptuales de su
mundo, hasta el punto de hacerle creer que está viviendo una especie de juego
cortés con su víctima. De hecho muere convencido de que fue cosa de dos.
Ben Affleck dibuja una parodia de sí mismo. Un papel casi
alimenticio, pero necesario para el desarrollo de la narración, con el que
quizá se cargan demasiado las tintas con el fin de proyectar el rechazo del
espectador hacia el esperpéntico rol ¿Bacanales medievales para el duque ligh-Sade? Affleck consigue captar
cierta simpatía hacia su personaje dentro de su villanía.
El gañán perfilado por Damon es arrogante, victimista, rencoroso
y ególatra. Cree que el mundo le debe algo y vive en consecuencia.
La propuesta de Scott no es otra que la de una “amarga
victoria” remedando el título de la soberbia película interpretada por Bette
Davis (1957). Una victoria llena de sinsabores, ya que ha dependido de la
suerte, de la habilidad de su esposo-propietario y es coreada por la misma canalla que estaría
celebrando su quema en la hoguera si su paladín hubiera resbalado “según el
deseo de Dios”.
A sus 83 años, Ridley Scott sigue estando en forma (aunque
las aseguradores opinen lo contrario), es capaz de crear mundo holísticos,
táctiles, vívidos con una artesanía
soberbia. De crear una cosmovisión, donde sus estilemas: el humo, la
parafernalia, las ubicaciones, son secundarios frente a la mostración de pasiones humanas universales.
Las escenas bélicas rescatan el lado operístico del director.
Son certeras, de intensa coreografía, salvo en escasas tomas, donde el efecto
Greengrass nos somete a movimientos de cámara en los que no sabes que está
pasando. Especialmente memorable es todo el segmento del duelo, donde la
ultraviolencia se convierte en una carnicería. Nada más lejano de las
propuestas hollywoodienses sobre esta era oscura. En el paisaje moral señorea
la grisura tanto como en la espléndida fotografía. No hay nada catártico en el
resultado del sangriento evento.
No hay ninguna epifanía. Tan sólo, una amarga victoria.
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