Un escenario espartano, austero, casi desnudo. No se necesita
nada más que una piscina central y el notable juego de iluminación para
desarrollar esta tragicomedia que sumerge al espectador en el espinoso y
desgarrado paisaje del Alzheimer. El texto, de los dramaturgos extremeños Virginia
Campón y Pedro Luis López Bellot, es una suerte de patchwork narrativo donde los diferentes tejidos
humanos se van uniendo hasta crear una realidad empática y dolorosa. Pero al
mismo tiempo destila ternura y cercanía.
Con el disfraz del realismo mágico transita por territorios
ignotos, pero cotidianos. Aterradores, pero reales. Nuqui Fernández y Esteban
G. Ballesteros nos adentran en ese lugar donde la ausencia de uno mismo es la
que marca el sendero. Donde la otredad se nos presenta en minimalista espacio,
donde la herida del desgarro anímico intenta ser sanada con el bálsamo del amor
(y el humor). El juego corporal posee un peso específico importante para
entrever los instantes de ausencia, los retornos deseados y esperanzadores, el
abatimiento y el cansancio del desgarro que no cesa. Incluso con algún
divertidísimo sketch, homenaje al clown y al cine mudo, como el instante de la
comida.
Acercarse a una íntima tragedia como es la del Alzheimer no es
fácil tarea. El equilibrio entre el desgarro y la esperanza, entre el abismo y
los destellos de luz requería un juego teatral y verbal que; autores y actores;
consiguen con medida (y meditada) eficacia. Las interpretaciones son
sobresalientes. Esa existencia humana a retazos es hilada en la urdimbre
dramática con fluidez y en progresivo
modo. Los humanos afectos, la delicadeza de la hija reconstruyendo el puzle de
la vida de su padre, los instantes de oscuridad desesperantes, el oscuror del futuro
y el triunfo del instante habitado.
Hay querencia por la improvisación, sin que ello reste densidad al
arco dramático. Aparente ligereza en la comicidad, casi surrealista, pero
poblada de matices densos y contundentes. Como cargas de profundidad.
El Balneario es una paleta
cromática donde desfilan el dolor y la esperanza a partes iguales. Un grito
desgarrador (desde la entraña) para denunciar el abandono de las Instituciones,
más ocupadas en vomitar dinero sobre absurdos ideológicos, que de asistir al
ciudadano. Una pincelada de humana justicia que dibuja la frase «¿Quien cuida
al cuidador?» Será difícil olvidar a este padre y esa hija que remontan el río
de la vida a tramos, nadando contra corriente. Destilando a pequeños, sorbos
con el disfraz de la humorada, pero con el conocimiento pleno de la lacerante
realidad a que tienen que enfrentarse cada día.
La puesta es escena se apoya fundamentalmente en el
aprovechamiento de la parca geografía por parte de los actores, su dominio del
gesto, la apuesta por la cuarta pared, los agridulces diálogos señeros y el
juego de luminotecnia (Dysound), que enriquece las pulsiones dramáticas y
vitales de los personajes. Sin olvidar la utilización de videomaping (Nuria
Prieto) para proyectar frases, fotografías o necesarias reflexiones que agiliza
y dinamiza el contexto. La voz en off también juega un papel narrativo en los timbres de Nuqui Fernández y Olga Ayuso en medio de las metafóricas luces
azuladas o de parca grisura.
El público regaló un larguísimo aplauso, no exento de
comprensiva emoción a flor de piel en algunos casos, trascendiendo lo sucedido
sobre las tablas en humana transferencia.
El Balneario es una de esas
propuestas narrativas que te acompañan después de que el telón haya bajado. Que
se impregnan en el ánima como un tatuaje doloroso, pero esperanzador. La fuerza del amor y la resilencia del ser
humano frente a la negación de nosotros mismos a que nos condena el Alzheimer.
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