Uno de los aciertos de La Isla Mínima es
adentrarse en territorios olvidados y desconocidos para nuevas generaciones.
Jóvenes que habitan en mundos alejados de la realidad social que conocieron sus
mayores, un escenario que permanece acechando entre las sombras. Quienes
olvidan su historia, están condenados a repetirla. Metáfora fílmica de aquella
España garbancera (pero terrible), de una grisura insultante (pero amenazadora
y asfixiante) deviene retrato de una comunidad opresiva y de raíz lynchiana, en la que todos tienen algo
que ocultar y miran para otro lado. Ambientada en una colectividad vertical,
donde los poderes fácticos siguen funcionando a todo trapo, una democracia aún
balbuceante, de la que cuelgan flecos del pasado en un entorno obsesivo.
Tratada como un personaje más, la marisma irreal, fotografiada espléndidamente
por Alex Catalán, (y en los créditos iniciales fotografías de Héctor Garrido),
se convierte en una prisión de una poética enfermiza, que unida a los
inhabitables interiores produce desasosiego y angustia. Un sesgo polémico ha rodeado esta película: Su semejanza con la notable serie True Detective. Pero la serie de HBO se estrenó posteriormente, y su
puzzle se basaba en secretos rituales arcanos y sectas ocultas. Las parrafadas de McConaghey bebían
de fuentes niestcheianas y el nihilismo más arrebatado, en un mundo con
referencias a Lovecraff y su Círculo (El
Rey amarillo, Carcosa) y las opresivas vivencias religiosas en los humedales de
Lousiana.
En La Isla
Mínima el bagaje es mucho más social. La
trayectoria humana de los dos policías; en este thriller marismeño; les aboca a un
decepcionante “todo sigue igual”, en el que se escapan de rositas personajes
nefastos de antes y después de la democracia. Javier Gutierrez compone un personaje
capaz de devorar mariscos mientras se habla de torturas y mutilaciones (después
sabremos por qué), mientras que al principal culpable tan solo lo vemos un
instante, durante la constatación de su autoría delictiva (y posterior silencio
del policía) cuando le da la mano. Comprobando que los datos que tenían, según
la chica testigo, coinciden con éste. Desasosegador epílogo para esta nueva
incursión en el thriller del director
de Grupo 7, donde la visceralidad es sustituida por secuencias de lentitud
contemplativa, la acción por silencios y miradas turbias, cercados por un
paisaje inhóspito. Todos los fenómenos atmosféricos y la insalubre marisma, se
convierten en conductores de la propia narración. Una investigación abocada al
fracaso por la persistencia de estructuras del pasado. Esta es una historia de
perdedores (y supervivientes) en contexto autóctono, pero que podría ser
igualmente ecuménica. Aunque a nosotros nos haya tocado sufrir las
consecuencias de la historia reciente, que revolotea como un cuervo sobre un
guión pesimista (y realista).
Apuntes sobre la emigración, el éxodo rural o el
deseo de las chicas de huir a cualquier trabajo, sitúan en una realidad
concreta de miseria, una España negra, dominada aún por caciques que ni
siquiera hablan con los trabajadores y emplean un tercero para negociar con sus
explotados jornaleros. Luz cenital, guión desarrollado a base de flecos que se
van dejando sueltos, garrulos no sobreactuados (afortunadamente), los múltiples
rostros y la ambigüedad del ser humano. Incluso el poli “bueno” es capaz de
ejercer violencia sobre una mujer cuando desea una confesión rápida (el fin
justifica los medios) y aquí nada es lo que parece. Los personajes habitan una
España profunda donde aún conviven los símbolos de antiguo Régimen con la
naciente democracia, donde aún coletean los torturadores de la policía
política, donde aún sobreviven los poderes fácticos frente a la naciente
libertad. El mayor acierto es pasar de puntillas sobre todo, dibujar una
galería bizarra de personajes sin entrar a saco, mostrarnos hilos para llegar a
la madeja, dejar cabos sueltos para la imaginación. El cine americano ha hecho
mucho daño con sus sicópatas elaborados tipo Aníbal Lecter, que causan falsas
expectativas y hacen añorar en todas las películas una subtrama impactante o un
final sorprendente. La vida real son estas marismas pestilentes, esos gañanes
con faca bandolera, esos sicópatas castizos, patéticos, que mueren de cuatro
navajazos sin abrir la boca. Sin tiempo para explicar que en la infancia
sufrieron malos tratos o alguna retahíla de reivindicación freudiana.
Cine
negro costumbrista (El Cebo) donde lo mejor son los silencios, la dosificación,
lo que no se dice. Aquellas preguntas que siguen sin respuesta. Notable
aportación al escaso catálogo nacional del policiaco con fundamento, que goza de
escasas referencias (No Habrá paz para los malvados, La Caja 507) en nuestra piel de
toro. Obra insólita en el maelstrón de las comedias urbanas, la chorrada
conceptual y la pandereta seudoprogre. Máxime si se tiene en cuenta que la zona
geográfica donde se desarrolla la trama, hasta la presente había sido víctima cinematográfica de localismos casposos, clichés caducos, costumbrismo rancio,
folklore adulterado o un regionalismo mal entendido. Y es en la vertiente
telúrica donde sobresale la hermosa fotografía cenital de Alex Catalán
(arrozales sombríos, veredas inquietantes, paredes deshabitadas) arropada por
la espectral banda sonora de Julio de la Rosa y absorbente dirección artística (Gigia
Pellegrini) que transporta a esa comunidad perdida de los ochenta a base de
detalles y objetos y vacíos.
Quizás el epilogo resume el objetivo postrero de
la trama. Cuando el policía dibujado por Javier Gutiérrez pregunta a su
compañero. ¿Está todo bien? ¿O no? Por supuesto que esta todo bien. Todo el
mundo impune y en libertad. Para encajar las piezas del puzzle ya está el espectador.
Y es que todo sigue igual, como comprende (y acepta) el joven policía. A
caballo entre la crónica negra y el thriller costumbrista, esta obra ofrece
lecturas en diversos niveles y argumentos cruzados. Para condenar al cinéfilo a navegar entre las marismas de la duda y la incertidumbre. De aquellas
lluvias, vinieron estos lodos.
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