Los recovecos de la mente son
abruptos, sinuosos e indescifrables. The Babadook es carne de sofá de psicoanalista
(para quienes aún defiendan tan aleatorias doctrinas) y haría las delicias de
Jung y Freud (aunque este último rechazara el uso de este término, y se
decantara por el inconsciente). Esa parte de la mente que no vemos, que se nos
oculta en la cotidianeidad, y nos hace temer cuando corremos el delicado velo
que aísla los dos mundos. “El sueño de la razón produce monstruos”, y aquí vais
a empezar a pagar. Si me permiten mixturar la frase de D. Francisco de Goya, con
la cinéfila referencia a la academia de "Fama". De clara referencia polanskiana, esta narración de conflictos reprimidos,
envuelta en el disfraz engañoso de una horror-movie, es un descenso a los pensamientos
reprimidos. A los demonios que han de convivir con nosotros pero no queremos que
salgan a la luz.
Es el origen de la censura mental, de la barrera que dará
nacimiento a este Babadook. Erich Zann bebe sin duda la fuentes como “Tenemos
que hablar de Kevin” de Lynne Ramsay (2011), la aterradora historia de psicópata
juvenil con una Tilda Swinton en estado de gloria, fotografía esplendida y
habilidosa composición en los planos, arropada por la dramática banda sonora de
Jonny Greenwood. También debe su existencia a la precursora narración de Kubrick
en la mítica “El Replandor", y a los distintos pisos de la mansión de "Psicosis". Habilidoso
estudio sobre el mal como regalo genético.
Algo similar le sucede a Amelia
(Essie Davis) perdida en los procelosos mares del sufrimiento cotidiano, del
estress irresoluble, de un devenir inexistente, merced a la patología de su hijo
Samuel (Noah Wiseman), al que culpa de la muerte de su marido. Concebida como
una “huis clos” polanskiana (Repulsión, El Quimérico Inquilino), Babadook es una set
piece opresiva, donde los pisos de la mansión relejan los distintos niveles de
consciencia. El niño que ha robado todo a la madre, incluso su uso de la
sexualidad como vemos en una secuencia, el niño que succiona todo la energía
vital a su alrededor como un vampiro emocional es el detonante de este Sr. Babadook, que un día aparece en las siniestras ilustraciones de un libro de
cuentos. Revisitación jungiana del hombre del saco, Babadook es el
reflejo de la frustración y los pensamientos reprimidos de la madre cautiva,
cuando el monstruo al que tiene que enfrentarse se encuentra en tu propia casa.
“Cuanto más me niegues, mas fuerte me haré”. Lastima que la madre abnegada no hubiera
leído a Freud antes de empezar a rellenar las páginas en blanco del cuento.
Babadook no es otra cosa que los demonios que nos atrapan cuando nos vemos
forzados a situaciones que no hemos provocado, pero ante las que debemos dejar
el alma.
Ese Pepito Grillo que atormenta sin piedad, haciéndonos sentir culpables por no
desear el sacrificio absoluto que exigen algunas situaciones, y que enterramos
en lo más profundo. Es entonces cuando aparece el "Babadook". Un monstruo de
diseño casi expresionista, con influencias de Segundo de Chomón y de las
fantasmagorías de Mélies. La febril interpretación de Essie Davis imprime un
atormentador designio a la cinta, de colores neutros y atmósfera irracional,
secundada por un excelente Daniel Henshall, al que el espectador desearía estampar
contra la pared en algunos momentos.
Este monstruo remite a la deforme sombra
que representaba el inconsciente de Próspero, protagonista de “Planeta
Prohibido”. Si aquél, era la válvula de escape de su atormentado cerebro frente
al desarrollo hormonal y la posibilidad de pérdida de su hija; la neumática
Altea; en Babadook la espoleta está en el lado contrario. Es la imposibilidad
de librarse de la carga que supone la patología del hijo. Prometedora opera
prima de Jennifer Kent cuyo final consigue exorcizar los demonios interiores.
Nada mejor para controlar al Babadook que reconocer su existencia, encerrarlo
en el sótano y alimentarlo. Aprender a sobrevivir, en pocas palabras.
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