Una
ópera prima. Un actor redimido de serie B ochentera y productos Disney, en una vida anterior. Un elenco de eficientes secundarios. Una presencia
femenina (Lily Simmons) estimulante y certera (True Detective). Un argumento
que en su origen parecería de lo más desquiciado: mixturar el western (quizás el anti-western) con el “cine mondo". Para más concreción hibridar con la
cult-movie “Holocausto Caníbal”, sin perder los estilemas de la época dorada
del género.
De este modo el tratamiento del paisaje, la amistad, la lealtad y la búsqueda, nos remiten a los grandes horizontes del clásico western. Pero en
“Bone Tomahaw” todo esta pervertido. La mítica es ignorada por el héroe
cotidiano. Los protagonistas (una patética cofradía de perdedores) pasan la mayor parte
del tiempo caminando, tras sus caballos. Un tullido que resbaló
arreglando un tejado, un ayudante de mente enlentecida (pero diálogos sin
desperdicio), un sheriff en camiseta mugrienta mientras su esposa prepara la
comida.
Este selecto club de anti-héroes decide enfrentarse a lo
desconocido, movilizados por el honor y la amistad ( ¡Ah ese espíritu hawksiano
¡) en una “road movie” en el coche de San Fernando (unas veces a pie y otras
andando) Serán golpeados, torturados, humillados, sin que ningún aliento
épico inunda la pantalla. Sin que la corneta de “La Legión Invencible ”
salve en el último momento a quienes están condenados de antemano. Viaje
iniciático, descenso “Ad Inferos”, un desierto nada épico donde la caballería fordiana prometida por el sheriff es una
mentira más para sobrellevar la destrucción. Ken Russell crece como actor en cada
una de sus últimas películas. Este sheriff crepuscular (in extremis) llega
vía Tarantino. En las antípodas de aquel excelente Wyat Earp que interpretara
en “Tombstone”. Nada más lejano de sus papeles ectoplásmicos en cintas como “Rescate
en N. Y”. (Llámame “Serpiente”) y fantasmadas arguméntales similares: “Golpe en
la Pequeña China ”,
“Tango y Cash” y otras proezas olvidables. “Bone Tomahaw” tiene aroma de Culto.
Un bajo presupuesto imaginativo, basado en interpretaciones potentes y con
líneas de diálogo mucho más profundas de lo que corre por su superficie. El
ritmo interno termina atrapando. La pinceladas filosóficas de Richard Jenkins;
en una de esas caracterizaciónes que antaño bordaba Walter Brenan, la
sorprendente (y sobria) interpretación del “broadwayano” Patrick Wilson (El
Fantasma de la Opera ,
Watchmen, Serie Fargo) y el televisivo Mathew Fox (Perdidos) dominando con
naturalidad el rol de un elegante pistolero, tarantiniano (si existe tal cosa),
conforman un atractivo plantel que sostiene el argumento con brío.
La paleta
fotográfica presenta un mundo pardo y desértico donde los protagonistas
sobreviven. No hay grandes llanuras con ágiles y hermosos mustangs galopando, no hay enormes ríos
regando fértiles llanuras. Es la dura frontera. Un lugar que define la única
mujer del reparto. “Se hace mucho más duro, gracias a los imbéciles”. Plena de
homenajes nada velados a “Centauros de Desierto”, en su búsqueda iniciática, a “La Venganza de Ulzana”(1972),
“Holocasto Caníbal” en la paleta cromática del mundo de los trogloditas. Ese
salvaje grito del jefe antropófago (casco incluido) que remite a “Depredador”. Incluso hay ecos
de los depravados cavernarios de “El Guerrero nº 13” (1999), el aire gentleman
del pistolero en la línea del John Carradine, (el estirado Hatfield de “La Diligencia ”) o
reminiscencias del Wes Craven de “Las Colinas Tienen Ojos”.
El guión hace de lo
caricaturesco y la humorada negra su arma más certera. Narrada con querencia de
serie B y toneladas de lecturas pulp. No es novedosa la propuesta. “The
Burrowers” (2008), se aventuraba mezclando el género de terror y el wenstern.
La excelente cinta de culto “Ravenous” (Antonia Bird. 1999) nos presentaba a Robert
Carlyle enfrentándose al mundo tabú de los devoradores de semejantes. Como
curiosidad reseñar que el bandido (David Arquette) que origina toda esta trama,
tenía un papel en “Ravenous”. El director juega al “revival nostálgico”
introduciendo actores como Michael Paré, (Calles de Fuego), Sean Young (Blade
Runner) o James Tolkan (Regreso al Futuro)
El bajo presupuesto obliga al
minimalismo como arma, la sobriedad como lenguaje, dejando todo el peso de un
desarrollo (ausente casi de música) al lenguaje actoral, que juega con los
arquetipos propios del género y los enriquece (en modo bizarro, eso sí).
Justamente en su atipicidad reside su acierto, nada se resuelve como debería.
No hay ninguna concesión a la mitología heroica del género, aunque utilice sus
claves con veneración confesa.
El fuera de campo es la marca de la casa. La huida del amaneramiento en el enfoque del paisaje, entendido aquí como algo
amenazador. Descenso al infierno de un Orfeo tullido, acompañado de otras
nulidades, para rescatar a su Eurídice, en una actualización caníbal del
clásico. Al espectador menos avezado le resultaran excesivas las concesiones al
gore, (ese uso efectivo del “tomahaw de hueso” del título), la claustrofobia, el
enfrentamiento a un terror desconocido (por ancestral). Resulta un acierto del
guión privar del habla a esos trogloditas que ciegan y tullen a sus mujeres, de
exclusivo uso reproductivo, lo cual aumenta la sensación de ajeneidad con esa
raza.
Árida y valiente propuesta que levantará afectos y desagrados a partes
iguales. Habrá quienes encuentren una propuesta osada, redonda y con vocación
de culto, frente al espectador que la califique de errática, tramposa, carente
de épica y hondura dramática. Los adoradores del slasher agonizaran con el
laconismo y la travesía desértica. Los fervientes de la mitología del far west clásica, regurgitarán con las concesiones al higadillo y la casquería o la
nulidad de su poesía. Discrepancias servidas. Como siempre sucede con aquello que rompe las reglas.
Prosaica,
fatalista, inverosímil, parsimoniosa, singular. Añada el aficionado cuantos
adjetivos requiera.
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