La tercera película de Lucía Puenzo, sigue las
pautas de sus anteriores producciones, basando los guiones en sus propias
novelas o una narración de su pareja. El periplo sudamericano de Mengele es
excusa argumental para introducirnos en “la banalidad del mal”, que refería
Hannah Arendt; pero mucho más al interior; la implicación de los otros según
las circunstancias. La niña que no crece con normalidad, fascinada por la
personalidad del médico, mientras ve como la adolescencia cambia el mundo a su
alrededor, la madre que ante la tesitura de salvar a uno de sus gemelos exclama
que “no le importa quien sea”, nos arrastran a un laberinto de pasiones humanas
contradictorias. La directora opta por un clasicismo ausente en sus obras
anteriores.
El entorno, la montaña, la grandiosidad de la Patagónica , el
Bariloche sesentista, la idílica posada (excepto el lluvioso y barrado
comienzo), son lugares puros donde el mal está eclosionando sin que nada avise
de ello. La creación del barcelonés (de padre alemán) Alex Brendemühl (Insensibles,
Rabia, Las Horas del Día) es notable y consistente. Su Joseph Mengele no es un
estereotipo, ni un lugar común. Es un magnético, turbador, gélido y correcto
manipulador, que consigue de un modo u otro lo que persigue. El periplo de los
nazis huidos a través de organizaciones nada dudosas (Cruz Roja, Vaticano) es
una de las páginas negras; aún no resueltas; de la historia. El apoyo en países
como Argentina, Chile o Paraguay, es una lacra para cualquier sociedad. Una denuncia
de ese “mirar hacia otro lado” que practican algunas sociedades, ya que el nombre
del “médico de la muerte” figuraba hasta en la guía telefónica. “Wakolda” es el
nombre aborigen de la muñeca que el médico depravado va transformando desde los
bocetos iniciales del padre de la niña (Florencia Bado) hasta transformarla en
una “Gretchen”; un autentico ejemplar de supremacía racial; apoyando
económicamente la ilusión del padre.
Este Mengele se haya en las Antípodas del dibujado
por Franklin J. Schaffner en “Los Niños del Brasil” (1978), un best-seller
reconvertido en celuloide con el añadido de conseguir que el caballero de la
pantalla; Gregory Peck; que antaño fuera el adorado Atticus Finch de “Matar a un
Ruiseñor”, se metiera en la piel de un indigesto Mengele en su vertiente más
“pulp”. La cinta no pudo evitar ceñirse a su referente literario, una
convencional novela de Ira Levin, que jugaba con el, entonces incipiente, mundo
de la clonación. Pese a los notables esfuerzo, el Joseph Mengele de Peck, está
más cercano a lo caricaturesco, al exceso histriónico y al lugar común que a la
realidad cotidiana, por mucho que tratemos de convertirlos en personajes
literarios con garras y colmillos. Resulta mucho más perturbador ese monstruo
cercano, seguro de su misión, que cuida (y utiliza) a la niña Lilith y a todos
los que le rodean, por el mismo motivo que lo hiciera antaño: porque podía
hacerlo. El mal se ha infiltrado entre una familia que planea abrir una idílica
hostería. Entre un padre que intenta perfeccionar sus muñecas, entre una madre
que trata de proteger a sus gemelos (notable Natalia Oreiro).
Lo realiza sin
alarmas, sin efectismos, pausadamente. A fuego lento. Parábola asimismo de una
nación con zonas históricas oscuras y descosidos aún pendientes de la aguja.
Puenzo basa su mensaje en la contención. Incluso el cuaderno donde el
depredador dibuja y anota el progreso de sus experimentaciones con la niña
impúber, las hormonas y los gemelos, podría pasar por un cuaderno científico
cualquiera de no contar el espectador con la ventaja histórica de saber quien
es el esmerado dibujante. Relato de iniciación, investigación entomológica del
mal, estudio de la ruptura en el entorno familiar. Se agradece esa huída del
pozo del “grand guignol” en que podía haber caído la trama, se reconoce la
evitación de la truculencia y los lugares comunes que a nada conducen.
Que al monstruo no le resbale un chorrillo
por la comisura, cuando atiborra de hormonas a la niña, o se le inyecten los
ojos en sangre cuando ayuda a nacer a los gemelos. Tan solo la mirada del actor
transmite inquietud desde su aparición. Toda la parafernalia al uso, no son más
que clichés. Es cierto que nos gustaría que el mal no tuviera un rostro
cotidiano. Que adquiriera la expresión de un Hannibal Leckter desbocado o Peter
Lorre surgiendo tras un callejón, silbando “En el Salón de el Rey de la Montaña ”. Pero la realidad
es mucho más terrible. Los verdaderos monstruos son como todos nosotros. Carecen del magnetismo del Hopkins o de Lorre,
que consiguen transmitir una sensación de nota discordante, de algo que acaba
de encajar. Los verdaderos monstruos son como todos nosotros. Mengele, a diferencia de Eichman y otros
jerarcas, que daban órdenes desde lejanas oficinas, se encontraba en primera
línea del horror. Doctorado en Antropología por la Universidad de Munich,
no debió aprender demasiado sobre el ser humano.
El “Doctor Muerte” aguardaba
los trenes, e iba seleccionando a la llegada quienes debían vivir. La
fotografía que Natalia Oreiro saca de una caja donde se ve el grupo alumnos con
una bandera con la svástica al fondo esta basada en un colegio real. Puenzo
navega entre el territorio de la alegoría y el subconsciente. Entre los
misterios de lo biológico o la devoción por los cuerpos, que ya visitara en sus
anteriores obras (El Niño PEZ, XXY). En XXY, nos muestra la historia de un
hermafrodita. Allí, el personaje interpretado por Ricardo Darín tenía el nombre
de una serpiente escandinava del mar: Kraken. Aquí son Eva, la madre, y Lilith;
la diablesa de la mitología hebrea; madre de todos los demonios. Juega con el
mito del autómata (la muñeca a la que Mengele inserta un corazón) retornando a
aquel “Hombre de Arena” del relato de E.T.A. Hoffman donde el protagonista se
enamoraba de una falsa dama mecánica (la fascinación que ejerce Mengele sobre
Lilith, en una suerte de Humbert Humbert maquiavélico). La directora ha primado
la contención sobre el desenfreno a que se prestaba el personaje. Incluso
aunque los más elementales actos del médico inyectando a la niña nos parecen
abominables, lo son por la complicidad del espectador. Por la información
previa de que dispone, no por la truculencia de los actos en sí. “El Médico Alemán”
adopta la forma de cuento cruel. Sin internarse claramente ni en el thriller ni
el género de horror. Escapa del film de denuncia política, jugando en una
tierra de nadie donde el verdadero horror está tatuado en el espíritu
esquizofrénico de quien pretende moldear al ser humano.
Sacar de la arcilla de
la inocencia para su propio molde. Puenzo opta por la hibridez de géneros, por
ese narrar “garciamarquiano”. Salvando las distancias hay instantes en que la
putrefacción quirúrgica viola la inocencia de Liliht (en la novela va más
lejos), con referencias a esa revulsiva biología de “nueva carne” de Cronenberg.
Aunque lo que allí era fantasía regurgitante, aquí es una lacerante y
escalofriante realidad. El taller de muñecas deviene en metáfora de campo de
exterminio, con sus cuerpos desmembrados, amontonados, transformados, lacerados.
El dilema moral está presente cuando la madre a punto de perder a uno de sus gemelos
le dice a su marido (Diego Peretti): “No me importa lo que haya hecho,
mientras nos ayude”. Como en “La
Peste ” de Camus, el mal vivía entre los hombres, entre los
habitantes del pueblo que se referían a Mengele como un “viejito adorable”. La
voz en off de Lilith nos conduce por una trama con puntos en común con sus
obras anteriores: La joven hermafrodita también sufría por su apariencia y el
acoso de los compañeros. La ciencia como “solución”, el entorno ético. Los
padres como detonantes de la fatalidad. La libreta dibujada por Mengele, es
obra del artista Andy Riva que ya ilustrara en “Infancia Clandestina” (2012). Sus
dibujos son como capítulos, como perversos garabatos vitrubianos que sumergen
en la cotidianeidad del horror. Los verdaderos monstruos son como todos
nosotros. Elena Roger interpreta a otro personaje histórico; Nora Edloc; que la
autora se permite la libertad de situar en medio de esta trama; concediéndole
mayor predominancia que en el libro.
Esta mujer se supone que pudo ser agente
del MOSAD y su cuerpo realmente apareció flotando en Arroyo López. Fue
rescatado por gente de la embajada israelí., incluso hay quien asegura haberla
visto bailando con Mengele como en una escena de la película, Elena Roger nos
regala una intensa y comprometida interpretación. La penetrante partitura de
Andrés Goldstein y Daniel Tarrab, contribuye a crear este paraíso engañoso,
siguiendo un leit motiv, tras cuyas aguas calmas se oculta lo desconocido. Natalia
Oreiro (Infancia Clandestina, Mi Primera Boda) regala una interpretación
madura, reposada. Pocos podrán recordar que era aquella chica que enfundada en
un ajustado mono se movía al son de “Tuve tu veneno, tuve tu amor y también tu
fuego… Un amor que los hombres como Mengele no deben haber sentido en toda su
vida. Quizás le hubiera ido mejor a la humanidad.
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