Utilizar
como pedestal un texto de esta altura dramática, supone; sin duda; una servidumbre
añadida para el intérprete. Como si no fuera exiguo desafío, la complejidad que
conlleva defender cualquier propuesta en la que; la soledad frente a la platea
(la soledad del corredor de fondo); obliga al comediante a esgrimir todos sus
recursos actorales. Hace ya veintitrés años que esta obra fue estrenada en el
mítico espacio del Corral de Comedias de Alcalá de Henares, siendo hoy todo un
referente dentro de la dramaturgia de Jose Luis Alonso de Santos. Guiada de la
mano de un moribundo comediante, que durante toda su vida se vio relegado a
encarnar el papel de Ciutti; el criado del Tenorio; el eterno segundón, el
bobo, como llega a referir en el texto el autor.
De Santos se recrea en un
texto de querencia clásica, incluso introduciendo segmentos de la obra de
Zorrilla, que conjugan a la perfección con el pathos que se desarrolla en
escena. Ciutti se considera a sí mismo un siervo de la gleba, un perdedor.
Quizás la gran tragedia (y grandeza) de este texto consiste en la ignorancia
del cómico sobre su propia importancia. Anclado en la supuesta bastardía de su
papel en escena, anegado en su ansia de convertirse en cabeza visible, en el actor
que se lleva las ovaciones (y las mujeres hermosas), esta ceguera le impide la
satisfacción de reconocer la importancia que poseen estos roles secundarios en el
contexto de las obras.
Saturnino Morales vive obsesionado con haber alentado
toda su vida a la sombra de Don Juan Tenorio. De esta agridulce premisa, extrae
el actor madrileño Chete Guzmán un catálogo de sensaciones que pasan por la
tristeza, la amargura, el deseo, el humor condescendiente y una panoplia de estremecimientos
que exigen del intérprete un “tour de force” sobre el escenario. Desde su
chirriante jergón de moribundo, narra sus aconteceres, conduciendonos por el océano de añoranzas y
vivencias que narra a la impávida Sor Inés, personaje en la sombra que escucha
sus delirios, deseos y frustraciones.
Chete Guzmán desgrana ágilmente un texto
certero, lo convierte en tridimensional, lo exprime con sus recursos
expresivos, lo habita de ternura. Trasciende el costumbrismo del personaje para
convertirlo en icono universal de tantas otras “sombras humanas”.
Nos encontramos ante una obra que
requiere la glosa de un verdadero hombre-orquesta, dada la variedad de
situaciones y personajes (de ambos sexos) que se resuelven en escena. “La
Sombra del Tenorio” es un emotivo homenaje al oficio de cómico (de la legua), que
pasa por la sátira social y el aliento humano más cercano y certero de los
trotamundos.
Una
parca escenografía de Luisa Santos. Apenas un jergón, un galán que sostiene los
ropajes y un desvencijado arcón. La música, acertada y discreta, especialmente notable en el celebrado momento de los títeres. Una diversidad de personajes; siempre
referentes; que nunca habitan la escena,
sirven a Chete Guzmán para desplegar un proverbial arsenal lingüístico y gestual. Para una celebrada encarnación del personaje que ya defendieran sobre las tablas actores de la talla de Rafael Álvarez “El Brujo”,
Felipe Negro “Morfeo Teatro” o Chico García (Induo Teatro). Y es que Ciutti, o
Saturnino, o Tenorio (¡Voto a Bríos!), muere incapaz de dejar de ser teatro. Se
aproxima a la hora postrera sin dejar de oficiar el ritual de cómico,
confundiéndolo con su vida. Intentando sobrevivir en el espectador cada noche, sin
olvidar lo que ha sido. Un hombre que piensa que los ropajes le van a elevar de
su condición de pícaro y superviviente. Saturnino hace mutis dejando una
sensación agridulce en la platea. Tras la representación se realizó una lectura
por el propio intérprete y la actriz Paca Velardiez, para recordarnos
el “Día Mundial del Teatro”, con homenaje al director de la obra: Pedro Antonio
Penco.
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