Crecer
en una generación que tenía como referente “Estudio
1” no es asunto baladí. Emborricados, actualmente, entre programas donde
una choni puede adquirir la categoría de sesuda contertulia, algún tipo
encausado judicialmente recibir un sustancioso sueldo porque da juego en un reality show, o pasar los ocios contemplando a un grupo de gañanes
calentorros y mujeres florero, realizar su ritual de apareamiento en directo.
Por no hablar de los zascandiles, de pubis infantil, que se pasean en porreta, emulando
a casposos y lobotomizados Adanes y Evas.
Era
otra época, sin duda, donde al encender el televisor en blanco y negro, te
inundaba la potente voz de Daniel Dicenta desgranando “El Gran Teatro del Mundo”,
la dicción ejemplar de Fernando Guillén en uno de los Tenorios más brillantes
de la pequeña pantalla, o el charme
de la inmensa Lola Herrera en “La Importancia de llamarse Ernesto”. Cierto, carecíamos de
la magia del telón, del poderoso encanto de la luminotecnia. De la
imprescindible y nunca bien ponderada, escenografía. También faltaba esa percepción de lo efímero, ese ritual de ausencias que es el abc de toda
dramaturgia. A cambio, el ente público regalaba la presencia de todos los
“grandes” de la época. Te permitía decidir si a Electra le sentaba
bien el luto (Maria del Puy), sentarnos con Eloisa a la sombra de un almendro
(Mercedes Alonso), o caminar por el
jardín de los cerezos de la mano de un jovencísimo Emilio Gutiérrez Caba.
Incluso hubo algún que otro best-seller dramático, que se avecindó en la memoria
de los espectadores como aquella pieza antológica titulada “Doce Hombres sin Piedad”, que reunió
a lo más granado de la época (Rodero, Sancho Gracia, Bódalo, Jesús Puente).
Anteriormente había sido emitida en el espacio "Gran Teatro", pero fue esta
versión; junto con “Las Brujas de Salem”, contando con la intensidad dramática de Irene
Gutiérrez Caba, junto a una prometedora Tina Sanz y la imprescindible Lola Gaos
(nunca bien reivindicada); las que atrajeron mayor número de espectadores.
Capítulo aparte merecen las emisiones del “Don Juan”, donde los mejores actores
patrios recitaban cada año los versos de Zorrilla. Paco Rabal declamaba con su personalísimo timbre, ansias de amor a la novicia Concha Velasco. Un efébico
Juan Diego, cortejaba a María Jose Goyanes que agonizaba por sus costuras. Aunque
la palma se la llevaba un galán clásico como Larrañaga. Mención aparte, nos merece
el pasional burlador de Fernando Guillén, (que interpretase a Luis Mejía en la
obra de Rabal), enamorando a una alucinada Enma Cohen en deshabillé.
El
semanal tele-teatro se convirtió en cita ineludible con obras señeras que; de
otro modo; difícilmente habrían llegado a los hogares de la época y semillero
de futuros amantes del arte de Talía. Allí comenzaron realizadores como Juan
Guerrero Zamora, Pedro Amalio López, Manuel Aguado, Alberto González Vergel. Pudieron introducirse en los hogares, dramaturgos de la talla de Eugène Ionesco
(El Rinoceronte), el estadounidense Eugene O´neill y su versión moderna de la tragedia clásica (Deseo
Bajo los Olmos), la incisiva sátira social de Oscar Wilde (El Abanico de Lady
Windermere), el clasicismo de Terence Rattigan, un buceador del corazón humano en "Mesas Separadas". De Henrik Ibsen (Un Enemigo del Pueblo), una obra que podría
ser de rabiosa actualidad, con una localidad en donde los intereses del capital
se anteponen a la protección de la vida y el medio ambiente.
Pero
el mayor mérito de Estudio 1, consistió
en el rescate de los clásicos del siglo áureo. Su logro fue introducir en la
grisura social de la época, en los hogares adocenados, el verbo cálido, la
métrica exacta, junto a unos contenidos no exentos de mensaje social o
revolucionario. En “El Alcalde de Zalamea”, el teatro de ideas de Calderón
presenta los derechos del individuo y la reacción frente al abuso, (inusual para la época). “La Dama Boba”,
partía de la idea neoplatónica sobre la
capacidad del amor para abrir el entendimiento. Pero las fuertes mujeres de la
obra, acaban utilizando su intelecto para conseguir sus fines. Fueron Ernesto
Aura (después reciclado en excelente actor de doblaje) y Carmen de la Maza los
encargados de recrear la obra de Lope. El texto de Calderón, llegó de la mano
del sólido interprete toledano José María Prada y Ana María Vidal. El absurdo
pirandelliano aterrizó con los seis personajes que andaban buscando un autor,
el determinismo kafkiano con una de las obras más impactantes para aquella
época: “El Castillo”, que junto con “Los Bandidos” de Arthur Schiller, dejó una
profunda huella. Allí, rodeados de escenografía vanguardista se enfrentaban los
talentos de Juan Diego, Eusebio Poncela y la actriz fetiche de Estudio 1, la soberbia Marisa Paredes.
También
los amantes del clasicazo grecolatino tuvieron su momento de gloria. Los
programadores eligieron iconos como “Ifigenia”, del iconoclasta Eurípides, para
que derrocharan talento los elegidos. Luis Prendes; hieratismo, verbo clásico,
dicción modélica, vestido con faldellín para la ocasión, se hizo acompañar por
una enorme Mary Carrillo. Deambulaba por aquellos lares de la Hélade, el
actor Paco Morán, más habitual en otro tipo de géneros, pero siempre eficiente.
El dramaturgo griego volvería a la parrilla con la emisión de un terrible drama
familiar: el parricida “Orestes”.
Estudio
1, fue un laboratorio de donde surgieron actrices, realizadores, actores,
cámaras, y también un semillero de futuros espectadores. Los niños y adultos de
entonces, aguardaban impacientes la emisión semanal para disfrutar del
extraordinario rol de Rodero en “Muerte de un Viajante”, de Arthur Miller;
quizás su mejor interpretación; junto al “Concierto de San Ovidio” de Buero
Vallejo. De entre las dramaturgias emitidas que pueden considerarse “históricas! (junto al viajante de Rodero), se podrían añadir “El Mercader de Venecia”, “El
Baile” de Edgar Neville, autor que siempre dió un gran juego; o “Usted puede
ser un asesino”, junto a “Doce Hombres sin Piedad”. Esta última
representó un derroche medios técnicos para la época que abarcan desde el
expresionismo, hasta el realismo más certero, con uno de los “casting” más
impresionantes del momento.
La
producción dramática televisiva, se convirtió en una verdadera “marca”, como
sucede con algunos productos del mercado que son definidos por la marca señera
y no por el contenido. De este modo, muchos telespectadores se refieren a
“cuando echaban el Estudio 1”, aunque en realidad la programación estaba
ofertando programas como: Teatro de Siempre, Teatro Breve, Fila Cero, etc. Con
lo cual se puede afirmar que casi creo un género, con su propio idioma visual y
un alto nivel de calidad. No importan las pequeñas equivocaciones, los fallos
de racord eran cosa trivial, junto a la posibilidad de apreciar desde la
camilla, o en la más remota localidad, autores y obras que; incluso hoy en día;
son difíciles de visionar. Pudimos acercarnos al teatro simbolista y la crítica
social de Buero Vallejo, autor que revolucionó el drama de posguerra (hasta
nueve representaciones en Estudio 1), con obras como “El Tragaluz”, “En la Ardiente
Oscuridad” o “Historia de una Escalera”. Parábolas escritas por un oponente al Régimen, que en “El Tragaluz” hacía la primera mención a la Guerra Civil bajo
el franquismo. También nos llegaron dramaturgos de allende los mares como
Arthur Miller, que se convirtió en un habitual del blanco y negro con “Las
Brujas de Salem,” alegoría de la represión macarthista, o la ácida crítica del
sueño americanos de “Todos Eran mis Hijos”.
El costumbrismo también tuvo su
rincón con representaciones de los más señeros sainetes de Carlos Arniches. El
dominio del autor para mixturar lo jocoso y lo trágico, su utilización del
lenguaje popular, su pintura de lo cotidiano, aparecieron en obras como “El
Santo de la Isidra”, “El Padre Pitillo” y la excelente “La Señorita de Trevélez”. Jardiel Poncela, Llopis y su comedia sofisticada de tono burgués, y el
juego semántico-absurdo de Miguel Mihura, se convertían en figuras familiares a
la hora de la cena. Gracias a estas emisiones, propuestas escénicas como “La
Vida en un Bloc”, “El Baile” o “Tres Sombreros de Copa”, llegaron a los hogares
y arrancaron carcajadas, en una época en la que no había demasiados motivos
para la risa.
Cierto
que el formato televisivo, privaba al ferviente adorador de la parafernalia
dramática de sus rituales más amados. La luz que se apaga y convierte al
espectador en sombra igualitaria. La iluminación, que introduce en un mundo
paralelo cuando comienza a revelar la escenografía y el atrezzo. Los primeros
pasos del actor, demiurgo y creatura al mismo tiempo. La música, que mece los
afectos y conduce los tormentos. Nada de esto existe en el medio televisivo.
Pero no se puede negar la creación de un lenguaje propio, que en medio de la
grisura imperante, acercó a nuestros hogares al gran teatro del mundo de la
mano de Calderón, al jardín de las horas perdidas, acompañados por Rodolfo
Hernández, a caminar con las calzas verdes de Don Gil con Tirso de Molina, a
contemplar el milagro de Ana Sullivan en el texto de William Gibson, o a domar
a la fierecilla shakesperiana. Está todavía por escribir la crónica y los
aconteceres de aquella época que acercó el teatro a los hogares, que introdujo
a los espectadores en un mundo de difícil acceso. Y es que aquello, sin duda,
era puro teatro.
“Que de noche le mataron
al
caballero.
La gala de Medina, la flor de Olmedo”
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