Desde
que Adolfo Marsillach estrenara en 1968 este Marat/Sade, los fantasmas a los que se enfrentaba se han retroalimentado,
se han modernizado. De aquella sociedad
garbancera, de amplia grisura espiritual, han evolucionado y habitan otras
pieles. Pero su discurso continúa siendo el mismo. “Atalaya” da otra vuelta de
tuerca a la excusa argumental del asesinato de Jean Paul Marat para conducirnos
por el jardín de senderos que se bifurcan.
Sade
organizaba veladas teatrales a las que acudía la burguesía. Partiendo de esta
esperpéntica realidad, la compañía realiza un juego de espejos al que nada
humano le es ajeno. Por el escenario pasea el disparate valleinclanesco, la
parodia; inspirada en el burlesque de los temas musicales, el expresionismo de
los juegos de luces contrapicadas y de sombras, el look kaligariano ¿o timburtoniano?
de Sade, la crueldad de Artaud, el vodevil pervertido o las comedias de
puertas, en este caso sustituidas por una división modulable de las
mortajas/sábanas que señorean el escenario como un ser que se alimenta de la sintaxis
brechtiana.
“Sin
libertad no hay igualdad”, pero también “Para que sirve la Revolución, sino hay
fornicación”, son los dos extremos en los que se mueve la tesis de estos
enfermos mentales que se acompañan al acordeón para preguntar a la sociedad
cual es la mayor locura. Modélico el juego escénico donde lo poco se transforma
en mucho. El parco escenario es utilizado con sabiduría en un juego constante
donde las cortinas evolucionan en
columnas, en habitáculos, sudarios, o sirven de pared para diferenciar los
mundos. Una silla, la intermitente bañera rodante de Marat y un
artefacto-puerta, consiguen un juego dinámico
y enriquecedor al que se suma un piano utilizado para llevar el compás en
determinados momentos. Metáfora de esa lucha eterna entre el individuo y la
sociedad, entre el bien común y el goce individual, descrito en soberbios
diálogos defendidos con técnica y visceralidad por Manuel Asensio (excelente
dicción), en el rol de noble libertino (se han eliminado los asuntos más
espinosos del original,) y Jerónimo Arenal (gran vis cómico/burlesca), interpretando al ampuloso jacobino autor de
la “Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano”.
Peter
Weis presenta un orate con un elevado nivel intelectual, un filósofo cuya insanía
no resta persuasión a su discurso que
casi consigue apagar el de Marat, aunque este se apoye notablemente en el coro
de dementes revolucionarios. Ricardo Iniesta maneja los
hilos ¿o las cortinas? de este pandemónium donde la locura oculta una
cordura y una claridad metateatral y contemporánea que se permite algunas
referencias de latente actualidad.
El
montaje es modélico, con aprovechamiento de medios y exprimiendo al máximo los
recursos visuales y dramáticos. El juego de espejos presenta una panoplia de
personajes variados y pintorescos. La enferma/sonámbula transmutada en la
homicida girondina Carlota Corday, es interpretada con solvencia por Silvia
Garzón, en un trabajo de esforzada expresión corporal destacar también el incendiario
sacerdote libertario Jacques Roux (notable Raúl Vera).
Este
juego, esta poética metateatral con estética de luces y sombras, deja un
mensaje sobre la locura, el arte, la impostura o la quimera de las ideologías,
teñidas de una contemporaneidad palpitante, disfrazada de musical surrealista,
exprime soberbiamente la expresión corporal, mixtura la técnica del clown con
la sintaxis brechtiana, presiona la
cuarta pared hasta hacerla estallar ante el espectador e involucrarlo y hacerle
tomar postura, bajo la batuta omnipresente del demiurgo de pelos electrizados. Hasta
hacerlos comulgar con la duda y el escaso límite entre o ilusorio y lo real.
Obra
seminal del siglo XX, este desfile de internos de Charenton, imaginado por
Peter Weiss, presenta a la sociedad sus vicios y virtudes con precedentes tan
ilustres como los montajes de Marsillach (1968), Animalario (2006) o Miguel
Narros (199), o la propuesta de los gaditanos Carrusel Teatro, no se presta a
las modas ni a las etiquetas. Atalaya
tampoco lo ha hecho. La compañía andaluza ha destilado el jugo primordial del mensaje, transmutándolo con la alquimia
de su versión, dejando intactos los temas universales, llenándolos del humor
negro de las composiciones de Luis Navarro y obligando a la platea a mover
pieza en esta partida de ajedrez atemporal.
Se
trata, realmente, de un “ménage à trois”, un juego dialéctico. el autoritarismo
es personificado por el alcaide “Abbé de Coulmier”,
interpretado el actor cacereño Joaquín Galán. Una visión del mundo a tres
bandas: la del cansado e incrédulo Marqués, el utópico y verborréico Marat y el
orden establecido, que desea permanecer así, simbolizado por el cargo oficial.
Divertida y con gran poder escénico; Carmen Gallardo; ejerciendo de maestro/a de
ceremonias, que se desenvuelve por la laberíntica escenografía ideada por Pepe
Távora (si señor, hermano de Salvador), vestida por Carmen Giles y maquillada
por Manolo Cortés. La expresionista luminotecnia (diseñada por el propio
director), corre a cargo de Alejandro Conesa con un trabajo reseñable que
destaca las coreografías creadas por Juana Casado. Completan el elenco José Ángel
Moreno, un divertidísimo “cartoon” que encarna al maníaco libidinoso Duperret,
Lidia Maudit (Rossignol) y María Sanz (Simonne Evrard), todos con notable dominio de
la expresión corporal.
Este
Marat/Sade de Atalaya es un espectáculo con mayúsculas donde el absurdo se da
la mano con el respeto a un tótem teatral. Un juego de cajas chinas donde se
exprime esa comunión actor/público que propugnaran Artaud y Grotowski, ese
desleimiento de los límites entre escenario y platea como una ceremonia iniciática, que obliga a implicarse al espectador y
tomar partido. La antipsiquiatría de los 60 también sobrevuela sobre el
escenario. Brech está presente con el efecto de distanciamiento, las canciones,
los recuerdos, la ruptura de la línea dramática, la alteración de la secuencia cronológica.
Meyerhold y su biomecánica/simbolismo, sobrevuelan con su concepto fantasmagórico
y grotesco. Incluso podrían hallarse semejanzas con el teatro/documento (Teixidor,
Benet, etc.) y su compromiso político. El texto juega, mezclando las dos
convenciones ideológicas con las concepciones dramáticas aplicadas, para
sacudir al espectador.
Anclada
en lo universal como ceremonia con la coartada de lo burlesco, esta versión de
Atalaya y Ricardo Iniesta es una propuesta imprescindible, donde la austeridad
formal camufla la riqueza de la propuesta, donde el contexto histórico disfraza
la atemporalidad de los temas, donde la dialéctica se presenta con el disfraz
de la estética, donde lo grotesco cela la lucidez del discurso, que juega a la
iconoclastia satirizando con el cuadro “La Muerte de Marat”. Una invitación
para aventurarse por los senderos más espinosos de la sociedad, la dialéctica
hegeliana, el materialismo histórico, lo colectivo y lo individual, la honestidad y la degradación,
la religión, o la muerte en un prodigioso juego de pugilismo verbal/visual que
ningún amante del teatro debería perderse. Eso sería un verdadero ejercicio de
Sadismo.
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