l
Para
un adorador; convicto y confeso; de las composiciones de Marin Marais o
Monsieur de Sainte-Colombe, además de irredento admirador (o talibán sin
redención) del enciclopédico Jordi Savall o el iconoclasta Harnoncourt, encontrarse
frente a un programa que mixtura la hondura de la onubense Rocío Márquez, con el
gambista Fahmi Alqhai, es una placentera sorpresa. Ya de entrada, para quien
conozca el terreno, la cantaora debe enfrentarse al gran desafío que proviene
del timbre dulce y melancólico del instrumento, con poderosos y profundos
bajos, bastante alejado del sonido cristalino, vitalista, nasal, rico en
armónicos y brillante de la guitarra flamenca.
Todas
esas dudas santomasianas se disipan
cuando los dedos ágiles y expertos del violagambista atacan los siete trastes
del barroco instrumento, para dar la entrada a la voz certera y el talante
revolucionario de la onubense. “Mi son que trajo la mar” acaba con
el fundamentalismo y todos los prejuicios que pudiera tener el espectador sobre
este atípico “ensemble”. Cantes de ida y vuelta, flujo y reflujo, encuentro de
dos mundos, donde los instrumentos desconstruyen ¿o están construyendo? en una
dualidad arriesgada y hermosa, sugerente y osada. Es difícil apartar la vista
de esta valquiria rubia de voz clara, habitada en elegante vestido rojo, tan
aterciopelado como su voz. No en vano la galanura de la cantaora no sólo habita su la garganta. Se encuentra en su amplio arco melódico, en
sus virajes delicados y certeros, en su recreo en los graves. También está
en la búsqueda de un nuevo espacio visual, alejado de volantes y faralaes,
mientras guajira, vidalita y “marchenera” colombiana se hermanan con las
cuerdas de tripa y el son exacto del cajón flamenco.
Teresa
de Ávila navega por el escenario en forma de bambera pastoreña. Ese palo que surge de aflamencar el cante de
columpio (vía Niña de los Peines). Una de las letras más hermosas del áureo
siglo, a compás de doce tiempos, surge
de la voz rupturista de Rocío Márquez con unos hermosos arreglos, donde nos
narra que “vive sin vivir en ella”. Al fondo la percusión certera de Agustín
Diassera. La “Bambera de Santa Teresa” va
caldeando el ambiente, preludiando esa preciosa “Nana sobre El Cant dels Ocells”,
donde los niveles de iconoclastia alcanzados harán chirriar a los puristas de
ambos mundos. En esta canción popular catalana (versionada por Pau Casals) la
cantaora alcanza registros de gran intimismo. No lo hubiera creído. Si alguien
me hubiera contando que algún día iba a ver un gambista ejecutando con la viola
plantada en la más estricta postura del flamenco revolucionario, que fomentaran
guitarristas como Paco de Lucía: la caja sobre el muslo, la pierna aflamencada,
atravesada sobre la otra. Un recital de heterodoxia.
Ejercicio de enorme
dificultad, teniendo en cuenta el tamaño del instrumento. Pero lo mejor estaba
aún por llegar. Fahmi Alquai no sólo
remeda los juegos posturales del guitarrista flamenco. Con depurada técnica
ataca falsetas, imita “picados”,
remeda “alzapuas”, reproduce modos y maneras
impensables en el barroco instrumento. El tañedor acomoda la métrica flamenca al
quinceavo siglo. Solo le falto “trinar” o tremolar sobre la prima, algo que se
me antoja harto difícil debito al grosor de la cuerda de tripa que (como es
habitual en los instrumentos de época) precisó de varias afinaciones a lo largo
del recital. A su sombra, Rahmi Alqhai se afana en el pizzicato, dota de
corporeidad las piezas con hermosos bajos armónicos.
En
“Las
Mañanas de San Juan” se hibrida lo antiguo con flamencos melismas, con
los aires de la serranía onubense, con los fandangos valientes, con alosnero
coraje, recordando la cuna del fandango.
Después
es el momento del barroco, del italiano esplendor en letra de Carlo Milanuzzi, pasado por el tamiz de la hondura. “Si dolce
è ´l Tormento”. Monteverdi y sus “ostinato” están presentes con uno de sus madrigales más hermosos,
que popularizara el contratenor Philliphe Jawrosky. Ahí es ná. Una choquera arrancándose por Monteverdi. El resultado es
de una dulzura inesperada en compás de 3/ 8. Una obra a caballo entre el
Renacimiento y el Barroco (en el original, escrita para soprano, y bajo
continuo) que eriza los vellos y exige delicada estética a los instrumentistas,
para la interpretación de esta “seconda
pracctica”, que se enfrentaba la estructura polifónica contrapustistica. Una
interpretación plena de matices, que demuestra la versatilidad de Rocío
Márquez.
Pero
es en el tramo final del concierto cuando la cantaora saca todo su poderío para
sobreponerse a tan intensos acompañantes, cuya ejecución llega a eclipsar la
voz en algún instante. Esos “canarios” tan al uso en el XVIII, con retazos de
La Argentinita, ese romancero (Monja contra su voluntad)…
Es
aquí donde surge toda la raza. El territorio único donde las heridas de cal en
las esquinas onubenses, la sal de la caleta gaditana, el sevillano olor a
azahar e incienso procesional (sublime encadenamiento de ayes) se apoderan del
escenario en la ancestral seguiriya (columna
vertebral de lo jondo). Aires de trágicas peteneras con su aura supersticiosa
(¡Ay! Don Antonio Chacón). Aquí, a la cantaora le nacen todos los matices de
esa paleta cromática que habita en su garganta. ¿Y que decir de la percusión de
Agustín Diassera? El choquero se afianza al compás, vivo, palpitante, con
textura de amaneceres. Siempre en un (aparente) segundo plano (como debe de
ser). Cuando apenas se aprecia la percusión es que el trabajo se está haciendo
bien, como un organismo que respira, sin consciencia, pero sin poder sobrevivir
si se detiene el compás.
Después
llega el acabose, las orejas y la vuelta al ruedo (en taurino símil). Rocío Márquez
se arranca con una extraordinaria y respetuosa versión (un último anatema para
los puristas) de “Angelitos Negros”. Una canción inspirada en la hermosa iglesia
de “San Luis de los Franceses”, donde comenzó esta aventura en la Bienal de
Sevilla. Una vez más flujo y reflujo. Sones de ida y vuelta. Sublime
encadenamiento de ayes. Quintaesencia de la jondura.
O la música que adquiere vida propia, exenta de etiquetas, clasificaciones
entomológicas y se ciñe al puro arte. A lo visceral, a lo palpitante. Como
palpitantes son los dedos sabios de los hermanos Alqhai, las flexibles muñecas
de Diassera o la cálida y enciclopédica voz de Rocío Márquez.
Están
muy bien el quejío, el duende y el embrujo. Está muy bien hablar de voces laínas,
redondas o afillás. Pero si van unidos a la cátedra y al estudio arrancarán al
flamenco del folclorismo rancio y el cante de taberna, del cenáculo arcaico,
para elevarlo a los altares. Aunque donde más se les abren las carne a los
talibanes de ambos mundos; con sonoro rasgado de vestiduras; es ante el
conocimiento enciclopédico que estos músicos poseen en sus distintos campos. En
la sabiduría que habita en estos diálogos interraciales. Todo un acierto de la
Sociedad Filarmónica de Badajoz, el abrir las puertas del Festival a los nuevos
aires de estas aventuras enriquecedoras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.