Es
una profunda satisfacción ver un teatro lleno de aficionados “hasta la
bandera”. Máxime si la oferta lleva acento extremeño en su génesis: (Ex3
Producciones. Miguel Murillo). “El último Amor de Lorca”, es un trágico paseo
por el amor y la muerte. Teñido sin duda de esa oscura pena lorquiana y de la
tragedia que rodeo la vida del mascarón de proa de la Generación del 27. La
apuesta estética queda patente desde el primer instante de la representación. Todos
los actores situados plásticamente frente a una escenografía de Nacho Lobato, que
mixtura lo simbólico (monolito, puertas al vacío) con lo costumbrista (piano,
baúl, azulejería).
La dramaturgia llega
a jugar, incluso, con el teatro de títeres de cachiporra; tan querido para el
granadino; autor de “La Niña que riega la Albahaca y el Príncipe Preguntón”.
Un
teatrillo tragicómico y simbólico. Ángel
y demonio. Meditación acerca de la condición humana. Homenaje a la búsqueda de
ese microcosmos popular; no contaminado por lo acomodaticio del teatro burgués; practicada por el dramaturgo y poeta, que comenzaba su creación de “Don
Cristóbal” con ese inolvidable: Yo y mi compañía venimos del teatro de los burgueses, del teatro de los condeses y
de los marqueses…
En este intenso epílogo amoroso, la dimensión
mágica se hibrida con el populismo lorquiano, que rescata y sublima los acordes
tradicionales, que eleva la voz del pueblo con el icónico “Anda Jaleo” que abre
la función o juega con un solitario saxo de esencia jazzística, o seduce a la
platea en un hermosísimo dúo arrabalero y de sabor porteño. La música (David
Lerman) es otro de los acierto de esta propuesta. Para Federico la música fue
fundamental en alguna de sus obras (Doña Rosita la Soltera, El Diván del
Tamarit, Yerma). Él mismo armonizó romances populares.
A destacar la
humorística y certera interpretación de Raquel Palma, habitando la piel de la
cupletista Maruja Argüelles, que desgrana la equívoca letra de “La Regadera”;
ganando los aplausos del respetable con el doble sentido de este cuplé; estrenado
por Julia Fons en 1907. Jose Carlos Corrales compone un poeta cercano y
vitalista, un Federico llano y pleno de humanidad. Sin renunciar al aura
trágica, ni dejarse seducir por ella. El actor se mimetiza en un difícil rol que
le exige multitud de matices, incluso cambiar el acento; que juega con lo
icónico y lo inmediato, sacando adelante un poeta amante de la vida, pasional,
sin perder su condición de intelectual mordaz y satírico, obligado a ocultar
sus pasiones y sentimientos. “El Ultimo Amor de Lorca” nos habla precisamente
de eso, del amor con mayúsculas, incluso hasta el punto de no pensar en el
peligro de una época convulsa y profética, que anunciaba un terrible futuro.
Junto a Lorca desfila una comparsa de personajes históricos. Su amor postrero:
Juan Ramírez Lucas (Miguel Pérez Polo). Margarita Xirgu (Concha Rodríguez), interpretando a la
actriz fetiche del poeta y Otomiel Ramírez Lucas, recreado con gran humanidad
por Javier Herrera, la directora del club de teatro Anfístora, Pura de Ucelay (Ana Franco); el actor Andrés Morales (Rüll Delgado). Acertada la apuesta estética para el juego de luces (David Pérez) que
contribuye notablemente al desarrollo íntimo y terriblemente humano de la historia.
José Antonio Raynaud
dirige un hermoso y contundente texto de Miguel Murillo, un texto atemporal,
reivindicativo, teñido de fatalismo, pero que ofrece la esperanza de una luz al
final del túnel. La historia de Juan Ramírez Lucas; ocultando hasta el último
instante su historia; deja un mensaje nada complaciente para esta sociedad. El
montaje de “Ex3 Producciones”, recupera acertadamente vestuario de la época de
la mano de Pepa Casado, que adapta trajes de Armani y Gucci para insuflar de
vida ese dandismo lorquiano, no reñido con la visceralidad y el desgarro vital
del autor. Una excelente producción extremeña que comienza su travesía por los
escenarios.
Lo
mejor: Ver un teatro lleno sin que se precisen personajes conocidos de la
“tele”, con propuestas extremeñas.
Lo
peor: Los (comprensibles), pero excesivos aplausos que rompían el tempo dramático.
Que
un palco de visibilidad escasa y sonoridad reducida, valga lo mismo que una
butaca de patio.
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