En
1865, Nikolai Leskov creó un personaje cuyo nombre tenía reminiscencias shakesperianas,
aunque no guardara ninguna relación con el referente literario. Durante su vida
el autor fue criticado por todos los
sectores políticos, y no fue
comprendido, a pesar de ser un renovador del lenguaje literario. Esta “Lady
Macbeth”, cuyos inicios presagian (erróneamente) que el espectador va a
encontrarse con un personaje a lo “Brontë”
en un paisaje digno de “Cumbres Borrascosas”, o con una flauvertiana e
insatisfecha Madame Bovary, tal vez con una irracional Anna Karenina, o una
escandalosa Lady Chatterley. Pero el personaje que dibuja la angelical Florence
Pugh, padece una intensa patología. Como otra antihéroina, la protagonista de
la novela de François Mauriac: Térèse
Desqueyroux, enferma de ahedonia. Aquella es el reverso de esta Lady Macbeth, que
descubre una excitación sicopática, transmutada en mantis hipersexual, cuando
se deja arrebatar por la pasión y la insanía.
Oprimida
en una sociedad heteropatriarcal, que ejerce el abuso sobre las clases
inferiores, atrapada en un matrimonio rural pactado, la protagonista se asfixia
viendo pasar las horas ante sí, viéndose
despreciada por su marido. Tan encorsetado el espíritu como el cuerpo.
William
Oldroyd utiliza largos y contenidos planos, paredes austeras, espacios casi
desnudos para crear inquietud y desasosiego. Con escasos exteriores, desolados
y yermos en el más puro estilo de romanticismo desaforado. La sensación de
claustrofobia y endogamia es enorme. La simpatía que en un principio puede provocar
Catherine, su despertar sexual, la búsqueda de su lugar en una sociedad
opresora, se torna un cáliz agrio cuando los primeros acordes de la sinfonía de
su patología comienzan a sonar. Carece de capacidad de arrepentimiento, de
empatía, de conciencia. Auque quizás se escamotea al espectador un proceso más
complejo en el proceso de víctima a verdugo desalmado.
Se
antoja atropellada la evolución de la inocente ama de casa sentada estática en
el sofá, hacia la asesina desalmada que cambia su sempiterno traje azul (la única
nota de color en el film) como cambia de piel. A pesar de las referencias
teatrales de Oldroyd y de su guionista, el tratamiento es eminentemente
cinematográfico, jugando con los planos para crear ansiedad o manifestar el
implacable paso del tiempo. Florence Pugh está enorme. La expresividad de su
impasibilidad (si se me permite el juego de palabras) proporciona instantes de
verdadero goce cinéfilo. Espléndida fotografía de Ari Wegner que contrasta al inicio
el color del traje de Katherine con los paisajes ocres y desolados, las playas
agrestes de Nortumberland y Durham, o los blancos gélidos e insultantes de las
paredes, para mimetizarla en el epílogo con su nuevo vestido oscuro, pero en la
misma posición que comenzó el film. El eterno retorno, el mito de Sísifo en la
Inglaterra rural. Y es que la intención del director para esta Jane Austen
pervertida, es no proporcionar hospedaje al espectador. Para ello lo incomoda
con encuadres cartesianos, largos e inquietantes, recreándose, dilatando el
tempo para mostrarnos la mentalidad de una época donde la mujer es un habitáculo
para conceder placer a los hombres y albergar su descendencia. Nos encontramos
ante un “Heritage Film” atípico con un acusado (y sorprendente) componente
racial y socialmente reivindicativo. El hijo bastardo del marido de Catherine
es de raza negra, así como criada Anna, que no existía en el cuento original y
también el final ha sido cambiado. Excelente pieza de cámara. Una rareza que
rompe las convenciones del género. No apta para degustadores delicados.
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