viernes, 25 de mayo de 2018

Edipo Rey. Versión de Miguel Murillo. Teatro del Noctámbulo. El destino inexorable


             



Acercarse a los clásicos requiere humildad, veneración y sabiduría de siglos. Versionarlos, solicita fidelidad, amor por el verbo y grandes dosis de coraje. De todo esto; y algunas cosas más; hay en la versión que ofrecen Miguel Murillo, Denis Rafter y Teatro del Noctámbulo. Cuando, además, lo ofrecido es un arquetipo cuya universalidad lo hace cercano, la empresa es arriesgada, a la par que enriquecedora. Miguel Murillo ha pulido el texto sofocliano con fidelidad conceptual, marcando una hoja de ruta diáfana para el espectador que se acerca como neófito a lo trágico, pero que satisface al purista y al connaisseur de las desdichas del rey de Tebas. Si la tragedia clásica exige de un cierto histrionismo, de una controlada desmesura para la declamación, de artificiosidad en la exposición de los exacerbados sentimientos, el Edipo de José Vicente Moirón se muestra en todo momento cercano, casi cotidiano en sus cuitas y desventuras. 
Es este un Edipo honesto, que evita la tentación del exceso; tan cara a lo helénico; que bucea en la naturalidad y provoca empatía por la humanidad de sus emociones. Moirón juega con los sentimientos, los verbaliza (aquí juega la pluma de Miguel Murillo), los alquimiza con inflexiones que huyen de la impostación o la retórica, con expresión de notable musicalidad, para compartir con el espectador el drama universal y terriblemente humano. Yocasta (Meme Tabares) acompaña al protagonista en su “descenso ad inferos”, con verbo clásico y variedad de matices expresivos, componiendo un personaje quizás más atormentado que el protagonista. Edipo nos habla sobre la inexorabilidad del destino. Ese destino que convierte al hombre en una marioneta cuyos hilos corta a capricho. Un hombre que es consecuencia de sus actos. El grupo “Acetre” aporta la música envolvente de José Tomás Sousa, con melodías atávicas de raigambre mediterránea y helenística, con algunos compases que beben de influencias célticas. 
Una música que se hibrida sin estridencias con los diversos instantes dramáticos y se mixtura con naturalidad. El resto del reparto huye de la grandilocuencia y el tono declamatorio (tentación siempre presente en lo grecolatino). Javier Magariño compone un eficiente y cercano Tiresias que sirve de hilo introductor y voz del destino. El coro se integra con naturalidad, siendo a la vez conciencia y voz del pueblo, aportando bellos instantes coreográficos, pero permaneciendo en un segundo plano, eludiendo el peligro de las estridencias o artificiosidad, con instantes de gran plasticidad como la utilización de las máscaras realizadas por Pepa Casado. La escenografía minimalista es aprovechada con sabiduría. Los zócalos, con decoración simbólica,  acompañan a los protagonistas, les sirven de pedestal, de puerta, de línea para el coro y aportan dinamismo. Edipo nos habla de los interrogantes del ser humano, de su vulnerabilidad, de su labilidad en manos del hado. Un espectáculo con mayúsculas, donde nunca decae el ritmo narrativo que impacta y se avecinda en el espectador. Prueba de ello, los numerosos aplausos desde la platea.


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