Acercarse
a los clásicos requiere humildad, veneración y sabiduría de siglos.
Versionarlos, solicita fidelidad, amor por el verbo y grandes dosis de coraje.
De todo esto; y algunas cosas más; hay en la versión que ofrecen Miguel
Murillo, Denis Rafter y Teatro del Noctámbulo. Cuando, además, lo ofrecido es
un arquetipo cuya universalidad lo hace cercano, la empresa es arriesgada, a la
par que enriquecedora. Miguel Murillo ha pulido el texto sofocliano con fidelidad conceptual, marcando una hoja de ruta
diáfana para el espectador que se acerca como neófito a lo trágico, pero que
satisface al purista y al connaisseur
de las desdichas del rey de Tebas. Si la tragedia clásica exige de un cierto
histrionismo, de una controlada desmesura para la declamación, de
artificiosidad en la exposición de los exacerbados sentimientos, el Edipo de
José Vicente Moirón se muestra en todo momento cercano, casi cotidiano en sus
cuitas y desventuras.
Es este un Edipo honesto, que evita la tentación del
exceso; tan cara a lo helénico; que bucea en la naturalidad y provoca empatía
por la humanidad de sus emociones. Moirón juega con los sentimientos, los
verbaliza (aquí juega la pluma de Miguel Murillo), los alquimiza con inflexiones
que huyen de la impostación o la retórica, con expresión de notable musicalidad,
para compartir con el espectador el drama universal y terriblemente humano.
Yocasta (Meme Tabares) acompaña al protagonista en su “descenso ad inferos”, con verbo clásico y variedad de matices expresivos,
componiendo un personaje quizás más atormentado que el protagonista. Edipo nos
habla sobre la inexorabilidad del destino. Ese destino que convierte al hombre
en una marioneta cuyos hilos corta a capricho. Un hombre que es consecuencia de
sus actos. El grupo “Acetre” aporta la música envolvente de José Tomás Sousa,
con melodías atávicas de raigambre mediterránea y helenística, con algunos compases que beben de influencias célticas.
Una música que se hibrida sin estridencias con
los diversos instantes dramáticos y se mixtura con naturalidad. El resto del
reparto huye de la grandilocuencia y el tono declamatorio (tentación siempre
presente en lo grecolatino). Javier Magariño compone un eficiente y cercano
Tiresias que sirve de hilo introductor y voz del destino. El coro se integra
con naturalidad, siendo a la vez conciencia y voz del pueblo, aportando bellos
instantes coreográficos, pero permaneciendo en un segundo plano, eludiendo el
peligro de las estridencias o artificiosidad, con instantes de gran plasticidad
como la utilización de las máscaras realizadas por Pepa Casado. La escenografía
minimalista es aprovechada con sabiduría. Los zócalos, con decoración simbólica, acompañan a los protagonistas, les sirven de
pedestal, de puerta, de línea para el coro y aportan dinamismo. Edipo nos habla
de los interrogantes del ser humano, de su vulnerabilidad, de su labilidad en
manos del hado. Un espectáculo con mayúsculas, donde nunca decae el ritmo
narrativo que impacta y se avecinda en el espectador. Prueba de ello, los
numerosos aplausos desde la platea.
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