Once
años de trabajo fueron necesarios para que su monumento a la memoria del
holocausto viera la luz. Una obra que da voz a supervivientes de ambos lados.
Recuerdos terribles, experiencias que ningún ser humano debería haber pasado,
campos de exterminio en ruinas, primeros planos llenos de dolor. La cámara
hurga en el interior de los entrevistados, no desconecta durante su emoción. Shoah no está exenta de polémica cruda y
descarnada, como esos habitantes de Graboww que afirman: “los judíos tenían
todo el capital”, y ocupan las casas de los desaparecidos. Los fotogramas
muestran días nublados, metáfora de la imposibilidad de que la naturaleza
muestre su belleza cuando pasaban los trenes cargados de seres humanos, captan la
maldad de los verdugos, ocultando con su parafernalia el destino final de las
victimas. La cámara en mano, el plano largo son las armas utilizadas por el
autor para entrar en el dantesco infierno de Auschwitz.
Shoah es un ejercicio para la persistencia de la memoria, para que
el olvido no se apodere del dolor. Lanzmann retomaría su análisis de la
naturaleza humana en “El último de los
Injustos”, un largo documental de tres horas de otro de los aspectos de la perversión
totalitaria: los colaboradores necesarios. Pese a la reticencia inicial de Benjamín
Murmelstein, el último dirigente del consejo judío de Theresienstadt, el director logra extraer los
ecos de un pasado oscuro y tenebroso. Murmelstein aparece como defensor de una
teoría contraría de la “banalidad del mal” acuñada por Hannah Arend y presenta
a Adolf Eichman (con quien tuvo contacto durante años), como un antisemita fanático.
No como un burócrata banal.
Durante el documental, el antiguo dirigente se
presenta como alguien que trató de engañar a los nazis para salvar vidas. Lo
cierto es que el Gran Rabino de Roma no quiso ni ofrecerle la oración de los
muertos. Traer la realidad, para no
dejar que el olvido de apodere de ella, es el objetivo final del cineasta. Mostrar
la cómplice indiferencia, la vida que seguía mientras se escuchaban los
gemidos. La infamia y la complicidad de quienes pertenecían a otra comunidad no
amenazada. Lanzmann consigue que los
lugares y las situaciones palpiten, que expresen más que las palabras. Sobre Shoah sobrevuela una sensación de premura,
de vital necesidad de contar las cosas cuando aún hay tiempo para ello. El
autor emplea un minimalismo basado en relatos, maquetas e imágenes de los
dantescos lugares para evocar el pasado, mixturando el cinema verité con el documental perfomativo y de reflexión. Con sabiduría, dejó fuera de Shoah la entrevista a Murmelstein, porque las elecciones estéticas
de la primera, quizá se encontrasen en desequilibrio con las opciones de la
segunda. Algunas de sus aportaciones plásticas, como esos trenes circulando por
llanuras o el plano secuencia de la parte trasera del camión repitiendo el
infame trayecto de las victimas, fueron precursoras e influyeron en cineastas
posteriores.
Astutamente,
Lanzmann demora la aparición en pantalla del “último injusto” unos veinte
minutos, mientras establece antecedentes históricos de estos “Ancianos de los judíos”
que colaboraban con los funcionarios alemanes. Nos muestra esa “muerte en cámara
lenta” que, según el colaborador, era la vida administrativa en Theresienstadt.
Si el tema de Shoah era la muerte, en
“El último de los injustos” es la
vida, con todas sus consecuencias. El milagro de la supervivencia en medio de
la barbarie destructora, del terrible sacrificio ritual del odio y el
fanatismo. O sobre la inexistencia de la culpa.
¿Es
el protagonista una víctima o un colaborador con la infamia? El film es un
fascinante estudio sobre la supervivencia, donde Murmelstein se presenta como
un filtro frente al mal inconcebible. Una figura necesaria para salvar al máximo
de judíos del yunque nacionalsocialista. Un análisis que nos hace preguntarnos
sobre la ambigüedad, sobre el terreno moral para abonar en un contexto donde la
vida era algo precario. Las diferencias de tesis entre Shoah y “El último de los
injustos” parten de la meticulosidad de la primera frente a las declaraciones
subjetivas de la segunda. El enfoque acrítico, que permite que las
declaraciones del rabino se presente como verdad histórica asimétrica, contrata
con el rastreo certero y las diversas perspectivas que se enfocaban en Shoah.
Durante
la entrevista a Maurice Rossel en “a Visitor from the Living” (1997), el jefe
de comité de Cruz Roja que estaba encargado de inspeccionar Theresienstadt, éste
alega que no nota nada terriblemente malo y que era un gheto modelo.
Las
obras de Lanzmann son de difícil visionado, con una enorme vocación de
investigación. Su filmografía ha dejado obras como “Sobibor”, una propuesta de humor negro que huye de sentimentalismos
y explora un terreno estereotipado, el mito de los judíos cómplices de su
propio sufrimiento. Luchó contra el horror en los maquis, fue profesor de
filosofía, mantuvo una relación con Simone de Beauvoir (fue el único hombre que
convivió con la filósofa) y se convirtió en un imprescindible testigo del siglo
XX. Un hombre que, como las dos liebres que filmó en Auschwitz, pasó por debajo
de las alambradas de la vida, luchando a brazo partido por la persistencia de
la memoria.
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