Una
estética conaniana es la opción de Maite Álvarez para introducir al espectador
en un mundo bárbaro, tan sólo primitivo en lo externo, donde las falcatas íberas hacían temblar a los romanos portadores de gladius. Nura (Paca
Velardiez) y el corifeo ( Jose F. Ramos),
se encargan de secuenciar en canon las lamentaciones que nos hablan de los
horrores (y errores) que los humanos siguen cometiendo por ambición e
ignorancia. La Música, compuesta por “La Octava”, es incidental y apoya en todo
momento la intensidad del verbo, ya sea en forma de obsesiva percusión tribal,
en atonales acordes o en notas largas y sostenidas que potencian la sensación
del fatum inexorable que acecha al protagonista.
El texto de Florián Recio es un
alegato contra la estulticia humana. Contra los repetidos errores del hombre,
la ambición y la codicia que sustentan todas las guerras. Viriato (Fernando Ramos)
no es un arquetipo. Se mueve en el terreno de la duda, comete errores y sabe
que éstos tienen consecuencias. Se agota, se rinde. En definitiva es
terriblemente humano, y el actor lo levanta presentándonos un antihéroe
atrapado entre las intrigas y telarañas del poder. La petición de Viriato es
admirable y digna de encomio <<El tiempo de la sangre debe
concluir>>, pero al mismo tiempo peca de inocencia y desconocimiento de
la especie humana. La dirección de Paco Carrillo otorga un aire clásico, con
referencias al teatro helénico en lo contextual. Las vivencias humanas son
similares, ya sean los arquetipos servidores de dioses elaborados, animales
sagrados o del bondadoso Endovellico. La minimalista escenografía se apoya en
un juego de elementos que se articulan y se utilizan plásticamente, unos
maderos que forman parte de la fisícidad de los personajes y son reflejo de sus
emociones. Emociones extremas como el bélico y mágico Olíndico (excelente Pedro
Montero), un líder religioso panceltibérico del que apenas se sabe nada, salvo
que murió a manos de un legionario cuando intentaba matar al cónsul con su
lanza de plata. Apreciable el resignado y valiente Astolpas de Jesús Manchón. Brioso
el alegato reivindicativo de Tóngina (Ana García). Exactos los altibajos que
produce la traición en el espíritu, solventados por los actores Manuel Menárquez
(Minuro) y su compinche Audax (David Gutiérrez), ambos con correcta y nítida
proyección vocal. El Cepión de Juan Carlos Tirado es un artero y taimado
imperialista al que el actor dota de un cierto toque histriónico, irónico y
cínico. Si hay algo que destacar de este Viriato es su cercanía, su humanidad,
llena de dudas y contradicciones.
También su alejamiento del mito, escindido del héroe
homérico, ajeno del testimonio de virtudes guerreras descrito por Diodoro Sículo,
que lo transforman en alguien cercano y casi cotidiano. Se echa de menos el extraordinario coro
de la ESAD (Premio Ceres) que debutara en las piedras milenarias de Mérida. También
es discutible que este Auditorio sea el más apropiado para una obra de estas
características, con textos profundos y meditativos. Estos son acompañados de
ruidos de motocicletas, voces y diversas molestias procedentes el exterior,
situación que no se produce en un concierto por la potencia de los equipos. “Roma
no paga traidores” Esa es la condena para los dos felones que le quitan la vida
(en realidad tres). Pero el mundo real es distinto. Roma sigue pagando
traidores, la mayoría de ellos con fondos del erario público.
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