Desde el
primer diálogo, queda patente que la propuesta de Marino González Montero
enlaza directamente con su anterior obra Muerte por Ausencia.
El
autor-director opta por redescubrir aquella escenografía espartana. Nos regala,
de nuevo, esos personajes solitarios, pero imbricados. Además introduce
directamente al espectador, en el primer texto, cuando el personaje de Hombre cuenta como
“La única forma de llegar al presente y la muerte, es la ausencia”. La propuesta
formal navega entre el existencialismo más atroz, coqueteando con el teatro del
absurdo y revitalizando el mito clásico con la presencia de esa diosa políglota
y el trágico hado que sobrevuela a los personajes. Un fatum del que es
imposible escapar y que, tampoco es posible exponer, para no revelar el
elaborado desenlace. Aquí, el autor vuelve a rizar el rizo con un punto de
encuentro final para los personajes, demoledor y desolador, como ya hiciera en
su anterior obra. Deambulando entre las ruinas de una iglesia-teatro, las
presencias (llamémosles así), celebran un ritual de ausencias. Una ceremonia
donde la nada, lo irracional o la comicidad nihilista se aposentan en sus
¿vidas?
Este
descenso al laberinto borgiano es al mismo tiempo derrota y victoria. Como la
misma esencia de la vida. Una vida que, los protagonistas (Hombre y Mujer), parecen
haber abandonado en algún instante. El espectador se encuentra ante un teatro
nada complaciente, un teatro donde el texto es el soporte vital del pathos. Donde la emoción
surge de la identificación con personajes que deberían sernos ajenos, pero que
conforme avanza la historia, van dejándonos su calidez y su aliento.
Caminamos con ellos hacia ese abismo nietzcheano que, sin duda, se va a asomar
dentro de nosotros. Intentamos retomar el miltoniano Paraíso Perdido,
pero la sensación de liberación solo puede proceder de la palabra. Del verbo
como catarsis.
Tyche (Ana García) propone a las dos presencias un viaje a
través de la música y la palabra como camino iniciático. Camino que al
final deviene catarsis emocional. Toda la arquitectura de la obra se
apuntala sobre un soberbio texto que, enraizando en lo clásico, mixtura
posmodernidad, sentido del humor, absurdo o filosofía. En la justa medida. En
un excelente equilibrio entre lo humano y lo divino, entre la mundanidad y el
pensamiento en estado puro. Acierto que se traduce en el ritmo narrativo, en la
alquimia entre texto y puesta en escena. Mención aparte merece la labor
compositiva de Claudio Gutiérrez al enfrentarse a unos textos, a priori, casi
imposibles de musicar. Canciones que sirven de sendero e instantes de
reflexión, defendidas con solvencia.
Laberinto, anatomía del presente, es tan
solo un título coyuntural, casi accidental. Las vivencias y cuitas de los
personajes son universales y atemporales. Se enraízan en la tragedia clásica,
se asoman al abismo nietzcheano, después de haber toreado a ese Minotauro que
todos llevamos dentro, y se avecinda en el nihilismo de Sartre. Pero Marino
González maneja un lenguaje posmoderno (a la par que clásico) al que los
intérpretes saben dotar del necesario pálpito para que el dolor trascienda
alegría, para que podamos vencer al abismo con el arma de la palabra y la
ironía.
El
elenco extrae una paleta de amplio cromatismo de los acerados diálogos, de la
sutil poesía que sobrevuela el texto. Este es uno de los grandes aciertos de
esta propuesta dramática: la recuperación de la creación per se, el retorno a lo
teatral como texto, la palabra como alquimia y la petición a la platea para
participar en la reflexión ofrecida. Y; sobre todo; el respeto al espectador,
no considerado como un consumidor de obras cómodas y de escasas entendederas. A
día de hoy se agradecen proyectos en los que el espectador salga del teatro
llevándose a casa algo más que unas efímeras carcajadas.
Ana
García elabora un difícil personaje, una diosa díscola, políglota, que trata de
guiar a Hombre y Mujer lejos
de los buhoneros y vendedores de humo que acechan en la realidad. Paca
Velardiez es la Mujer, con un intenso sesgo dramático, de amplia inflexión y
recorrido. Jesús Manchón vuelve a destilar su personal punto de ironía y
dominio del timing, para
extraer aristas y matices. Quizás toda la realidad de la humanidad se condense
en ese gesto final, tierno, revelador, catártico, de un hombre que lo ha
perdido todo y le ofrece su paraguas a otra persona “Por si afuera llueve”.
Con
obras de este calibre, podemos afirmar que el teatro extremeño está en el buen
camino. Como diría la diosa Tyche: !Chapeau!
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