Hay películas
que nacen con vocación de convertirse en objeto de culto. Extravagancias
fílmicas que apasionan al cinéfago vocacional, y hacen patinar las neuronas del
espectador palomitero, amante del taquillazo a ultranza, o adicto al guaperas de turno, cuyo oficio es imprimir
glamour a producciones que ya eran cadáveres antes de proyectarse. Nos
encontramos ante una adaptación respetuosa del cómic homónimo de Frank Miller, realizada con
veneración y calidad en ambos medios. Sin duda puede añadirse a la lista formada
por el peculiar Batman de Tim Burton, la notable Hell Boy de Guillermo del
Toro o La Liga de
los Hombres extraordinarios, aunque inferior a su original en
viñeta (Alan Moore), sin duda una propuesta refrescante con una presencia
poderosa de Sean Connery. Otras versiones del mundo de la bande dessinée han
sido producciones bienintencionadas, pero carentes de lado oscuro, o ávidas de
un público teenagers que reviente las taquillas: X-man, Spiderman o Hulk.
todas ellas procedentes del universo Marvel,
gran productor de cómic durante generaciones, que ha encontrado una nueva vía
en el cine con los últimos éxitos: Iron man o Los Vengadores; todas
ellas adscritas al blockbuster; innegable chorreo de divisas para la industria
fílmica. Por el camino se quedan intentos mediocres o directamente infumables
como Los
Cuatro Fantásticos, Capitán América o la vergonzante El
Castigador, mercaderías prescindibles, para arrinconar en el baúl del
olvido. De la querencia entre el Octavo arte y el Séptimo, nace la
Syn City de Robert
Rodríguez. Un fresco de hiperviolencia conceptual (y material) desplegada en
glorioso blanco y negro, que queda tamizada por el barroquismo visual de su
estética, y las referencias cáusticas al
Gran Guignol. Basada en una imaginería
de fuertes contrastes, casi expresionista,
que permite digerir como una abstracción las pinceladas gore, que podrían haber influenciado fisiológicamente a los
espectadores más sensibles. No apta para estómagos tiernos, la película
presente la cruda certidumbre en la cotidianeidad de la ciudad del pecado.
Enmascarado tras la sórdida tapadera del mal; se agazapa un romanticismo
enfermizo donde el amor fou, es el
protagonista, y al mismo tiempo el motor que sacude a los personajes. Insana
exposición de una patología romántica a tres bandas. Las historias se funden en
una coda final que envía el mensaje: todavía es posible el sacrificio por amor.
Impagables los personajes; ya condenados al terreno de los mitos; como la letal
y fascinante Miko, dándole lo suyo a los cantamañanas con castradoras katanas.
Bruce Willys deviene hilo de Ariadna, para conducir las diversas ramificaciones
del libreto. Demostrando solvencia fílmica de sobra, cuando tropieza con un
binomio (director-guión) que consiguen extraerle el registro adecuado.
Rememoremos también su interpretación en
la excelente 12 Monos, que permitió su redención por participar en productos
infumables. Irreconocible bajo el maquillaje; lo cual es de agradecer; Mike
Rourke. El antaño sex-symbol, con una soberbia caracterización, tan sólo
equiparable a la de Benicio del Toro, un policía de costumbres harto extrañas.
El elenco femenino lo conforma un gineceo rompedor: Rosario Dawson, musa
enfundada en traje dominatrix. Sensual
Jessica Alba (inquietante bomba de relojería) ejecutando una hipnótica danza. Sin olvidar a la
malograda Britany Murphy, en quien ya no quedaba nada de la niña de Ni
Una Palabra. Sin City destila humorada negra y mala leche a mansalva. Chef d´oeuvre para paladares entrenados. Formidable ofrenda de amor a la
novela gráfica, de la que parasita modos y maneras. No apta para visionar
durante una copiosa merienda.
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