La Dama Duende es el
acercamiento en la madurez creativa de Calderón de la Barca, en el género de capa
y espada, en la cercanía de creación de su mayor obra La Vida es Sueño en 1630. Es una empresa valiente, en los tiempos que corren,
arriesgar un montaje de una obra clásica y en verso aúreo. Y es una empresa
loable, permitirnos degustar sobre las tablas el bagaje cultural que nos ha
hecho ser quienes somos. Fallecido el director Miguel Narros, se repuso la obra
en el Teatro Español de Madrid como homenaje, aunque con un elenco distinto del
que nos regala este montaje. Acercamiento, teñido de comicidad, a la perfidia y
manipulación femenina, preñado de versos certeros, que la habilidad de los
intérpretes consigue que apenas se perciba o resulte forzado. Hay fluidez en la
dicción y en la proyección de las voces. El único escollo, la perdida de acústica
cuando los interpretes no están direccionados emitiendo hacia el espectador. Quizá
resultado de la altura y densidad del hermoso, clásico, (y efectivo) escenario,
donde la verticalidad domina las líneas. Una suerte de trampantojo gobierna los
movimientos escénicos. Móvil alacena, que da paso de una habitación a otra,
permitiendo; hábilmente; los enredos y situaciones equívocas que reclama el
género. Debe ser difícil entregarse con intensidad con un 21% de IVA y la
platea medio llena. Toda una heroicidad volcar profesionalidad, un día tras
otro pateando ciudades para dar un espectáculo distinto y renovado cada día. Un
aplauso para todos aquellos valientes que nadan a contracorriente. ¡Con la que
está cayendo! En esta obra póstuma del director, la adaptación requería de su
habitual dirección de actores, su querencia por el teatro clásico y un cuidado del
vestuario y escenografía, para presentarnos la jocosa situación de un poltergeits del siglo de oro. La dama,
entrando y saliendo por el pasadizo que comunica las dos estancias; simulándose
duende: trasciende los estilemas del género (lances, galanteo, o ese concepto
del honor tan calderoniano), para presentarnos una trama de tinte sobrenatural,
que bebe del mito de Psique y Cupido, vía Lope de Vega (La
Viuda Valenciana) hasta El Soldado Píndaro de Gonzalo de Céspedes. Los protagonistas se
convencen de que un ente sobrenatural entra y sale de las habitaciones, dando
lugar a situaciones de enredo que culminarán en el compromiso final de los
amantes, de acuerdo a la moral imperante en la época. Le cuesta arrancar a la
trama, aunque una vez superado los primeros escollos (en especial para
espectador menos avezado), se suceden las situaciones hilarantes (o edificantes)
No olvidemos los antecedentes religiosos de Calderón. Chema León compone un Don Manuel gallardo, perplejo ante los
acontecimientos sobrenaturales, y sobre todo, bastante menos inteligente que
Doña Ángela, el enamorador duende bordado por Diana Palazón. Hay un forzamiento
voluntario de los personajes hasta aproximarlos a la caricatura, cualidad no
atribuible al original, más bien a la dirección. Esta exageración del gesto,
hace próximo al personaje, reconocible, y juega con la carcajada, dando
dinamismo a un texto concebido para un público de antaño.
Se desprende del
texto una defensa de la libertad femenina y el desarmamiento del hombre frente
a su entereza. De hecho la protagonista duende es el motor y demiurgo de todos
los personajes. También se imprime una latencia erótica desvergonzada y
explícita (pellizcos, azotes en el trasero, etc.), que indudablemente supera
las concepciones tradicionales de la obra original. A destacar la excelente música
de Luís Miguel Cobo, recreando y adaptando conceptos musicales del período histórico
referido, pero siempre en un plano atmosférico, sin destacar sobre lo que
sucede en escena; como en un breve interludio; que termina integrándo para ir difuminándose,
sin interferir en lo dramático. Hay un enfrentamiento tácito entre el honor
instaurado por una sociedad falocrática, y el derecho de la mujer, maniatado,
cercado por la costumbre y la situación social. Calderón se decanta por una
protagonista luchadora, algo manipuladora (no tiene otra opción) pero garante
de su propio destino, independientemente de los deseos de quienes le rodean. La Dama-Duende es una
abanderada militante contra el oscurantismo y una pionera en la libertad
amorosa. Desafortunadamente este aire de libertad, concebido en el siglo XVII, todavía
no ha llegado en nuestros días a algunos países. Cabe destacar que los
personajes masculinos son en su mayoría fantoches, en manos de la inteligencia
e intrigas de las damas que les sobrepasan, manipulando un mundo que fue creado
para ellos. Los puristas suelen atacan estas adaptaciones de clásicos sagrados
aludiendo que sacrifican el ingenio y la sutileza por la sal gorda, el
chascarrillo en aras de una falsa modernidad o de una adaptación homologada
para todos los públicos, donde los sutil reconvierte en obvio o chabacano. Defienden
la construcción de la obra sobre los diálogos, no sobre la gestualidad, las
gracietas y las acrobacias. Tienen razón. El verso castellano, esa rima de gran
belleza, no debería precisar un proceso de descafeinado para llegar envasado al
público. Pero bastante tiene ya, con esa batalla perdida contra el
emborregamiento de los grandes hitos deportivos y las manipulaciones mediáticas.
Es preferible un cierto aggiornamento, que nos llegue un Calderón
en clave burlona, un Shakespeare adaptado (o masacrado) a que no llegue
ninguno. El verdadero problema está cuando no se da la oportunidad desde la
infancia de disfrutar en directo de estos espectáculos. Una obra de teatro, una
ópera, un concierto de jazz en directo, te convertirán para toda la vida en
adicto o en enemigo visceral, pero al menos se habrá tenido la oportunidad de
decidir y crear un criterio para el futuro. No es otra cosa que un problema de
niveles de conocimiento. El elenco desarrolla la obra de Calderón con acierto
notable y algunos altibajos (esas transiciones a oscuras para cambiar el
atrezzo), pero el resultado es una obra fresca, bienintencionada y valiente. Una
ovación para que estas iniciativas lleguen a buen puerto y el verbo de oro de
nuestros clásicos sigua brillando en los escenarios como ya lo han hecho El Caballero de Olmedo o La
Estrella de
Sevilla. Queda después lo efímero del instante, esa característica de lo
inaprensible que tienen algunas artes y las convierten en experiencia personal
e intransferible. Quedan todos esos personajes que luchan por existir sobre las
tablas y desaparecen al bajar el telón. Algo de nosotros también muere con
ellos.
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