Profesé cono seguidor ferviente
de Lorenzo Silva tras la degustación de esa tragedia clásica, con envoltura de
modernidad, que es La Flaqueza del Bolchevique. La obsesión del
protagonista por la nymfette; crónica
de una muerte anunciada; alterna en el tiempo con la peripecia vital de las
zarinas, y la imaginación sobre su terrible fin a manos de los fanáticos
bolcheviques. Pero lo que realmente me apasiona de Lorenzo Silva, es su
incursión en territorios poco explorados, como la aventura (si se le puede
llamar así) del Protectorado Español
en Marruecos. Casi desconocida historia, desarrollada aquellos desolados
parajes rifeños, para sostener un imperio de cartón-piedra. La agonía cotidiana
de unos soldados de reemplazo; obligados por los intereses de la canalla
política y los plutócratas; que ansiaban obtener beneficios. La muerte, lejos
de sus familias, llegada de formas escalofriantes, en una sangría sinsentido.
Soldaditos de leva, los “borregos”, que al carecer de medios económicos, no
podían pagar los dos mil reales que los hijos de familia adinerada entregaban
para que fuera otro a morir en su lugar. Peones en una guerra orquestada desde
la estupidez de una monarquía inoperante para enfrentarse a los intereses de
industriales y empresarios, a quienes no les importaba esta “carne de cañón”,
barata y sustituible. Frente a estos infelices, sometidos a una serie de mandos
inoperantes, que desprecian al enemigo y pasean su charcutería de medallas
sobre los yermos campos de cadáveres, se
encuentra un enemigo terrible. Hombres que defienden su tierra y su familia. No
son soldados, la Harka son guerreros
con mayúsculas. Hombres que pueden aguardar días agazapados tras una roca sin
comida, ni agua, para realizar un disparo que nunca falla. Equipados con armas
antiguas y en mal estado. Con escritura limpia y certera, el autor desgrana
unos personajes de amplio calado humano. Es difícil no identificarse con alguno
de ellos. El sargento Molina, profundo
conocedor de la inutilidad y estulticia de sus mandos, pero que respeta el
ejército y cree que su presencia puede ayudar a salvar vidas, el anarquista
Andreu, atrapado en una estructura que odia, el cabo Haddou, que vive y
comprende ambos mundos. Los personajes son sólidos, con una aura de fatalismo y
premonición del desastre que se avecina. La obra es un grito desgarrador, un
homenaje póstumo a héroes anónimos que perdieron la vida (de forma terrible) en
el mayor error estratégico y político que se pueda imaginar. La literatura nos
había acercado la debacle africana de la mano de autores como Ramon J. Sender y
su excelente Imán, Una Guerra Africana de Ignacio Martínez
de Pisón, más centrada en la peripecia sentimental de los protagonistas, o La Forja de un Rebelde de Arturo Barea. El
propio Silva, reutiliza la peripecia africana también en su excelente novela Carta Blanca. Con prosa magistral, el
lector consigue mascar la arena de aquellas infinitas soledades, o morir de sed
en el blocao, donde los reclutas bebían su propia orina para sobrevivir, o pasar
miedo frente a la precisión de los disparos harqueños.
La galería de personajes es un abanico de pasiones humanas. Oficiales achulados
y clasistas, llenos de prejuicios, sordos a todo lo que no fuera su bizarra
visión de la historia. Soldados embrutecidos por el alcohol y las durísimas condiciones de supervivencia. Hay equilibrio entre la acción y la introspección. El lenguaje es descarnado, cuartelero, blasfemo cuando así lo precisan los diálogos, realistas, de hombres sometidos a sevicias, sin olvidar las descripciones poéticas de los bellísimos atardeceres o ciudades. Hay agilidad narrativa, pero precisión humana en los diálogos que retratan a los personajes. También hay rigor histórico, mixturado con las características ficticias imprescindibles. Esto se percibe en las descripciones minuciosas de esta región ascética, de una sequedad dolorosa; que el autor recorrió antes de escribir el libro; y del que también extrajo su libro de viajes: Del Rif al Yebala. A destacar la
utilización del léxico del entorno, fruto de esa investigación, y que tanto agrada
a los buenos connaiseurs. Precisión
de las que carecen esas novelas pretendidamente históricas que invaden el
mercado. Rescata verbos como paquear,
palabra basada en el sonido que emitían el eco de los fusiles rifeños (pa-cooo), la fusila, nombre que daban al máuser,
o borregos, para designar al
infeliz recluta. Aportaciones que
enriquecen el entorno y hacen creíble, cercana, esta epopeya humana (o
tragedia) que les tocó protagonizar a miles de jóvenes, gracias a la
incompetencia, o la avaricia de gobernantes
ignorantes y militares empecinados. Los protagonistas son héroes a su pesar. Corderos
inmolados en el altar de los intereses económicos. Tienen ritmo de adagio las
interminables partidas de cartas, la espera eterna en los blocaos,
sobreviviendo a las moscas, los edificantes (en su crudeza) diálogos de los
protagonistas. El Nombre de los Nuestros
es un fresco histórico de una etapa vergonzosa y casi olvidada, además de un
rendido homenaje a hombres que murieron por una entelequia llamada “razón de
estado”. Hombres cuyos huesos reposan
entre la calima, ofrendados al desierto por toda la eternidad. Quienes quieran
ampliar conocimientos sobre tan apasionante etapa histórica, pueden acercarse
al excelente libro de Juan Pando: Historia
Secreta de Annual, donde se describe el llamado Expediente Picasso, una investigación encargada para depurar, e
intentar aclarar anormalidades (y amoralidades) realizadas por militares y
políticos. Algunos oficiales se lo estaban llevando por la patilla, vendiendo
armas y munición a la morisma. Y es que como reza el Eclesiastés: No hay nada nuevo bajo el sol.
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