Mattew Mconaughey, redimido de
sus pecadillos de juventud en comedias inanes; luego hablaremos de esto; se
trasmuta en un David enfrentado al Goliat de las grandes corporaciones y la
burocracia crematística. Biografía, más o menos adornada, de Ron Woodroof.
Vaquero machista, politoxicómano, y vividor transmutado en estraperlista;
aprovechando un vacío legal; y posteriormente en persona altruista. Todo el
esfuerzo de la cinta recae sobre el demacrado tex-mex al que da vida generosamente un casi transparente
Mconaughey. Aunque la primera reacción de Woodroof, no es precisamente la de un
Robin Hood, su progresión humana y su gestualidad imponen más que el esfuerzo
en la báscula, también realizado por otros actores (De Niro en Toro
Salvaje o Christian Bale en El Maquinista). No hay sensiblería
en Dallas Bullers Club, es contundente como un bofetón en pleno rostro o un
toro salvaje que te desmonta de su lomo. El protagonista está acompañado en
este descenso a los infiernos de un formidable Jared Leto y una eficiente
Jennifer Gagner. Huyendo de la tendencia al film lacrimógeno de enfermo
terminal. No se burla de la inteligencia del espectador con maniqueísmos al
uso. Es sincera en el tratamiento humano de personajes, que no son héroes ni
villanos, tan solo seres humanos abatidos por una tragedia que comparten y
termina acercándolos, a pesar de empezar en polos opuestos. Quizás la secuencia
que impregna nuestras retinas, es aquella en que Woodroof defiende a Rayon
(Jared Leto) de un repugnante machista. La mirada de Leto es uno de esos
momentos de cine auténtico, que emociona a flor de piel, en un film que anduvo
dos décadas dando vueltas por los despachos, sin encontrar ningún apoyo.
No
estamos ante la hagiografía de un antihéroe, no es un discurso sobre la
redención, ni un santoral de mártires por el VIH. Aquí hay carne y piel,
fluidos y dolor, degradación y supervivencia, y sobre todo el instinto de
aguantar frente a la adversidad, que deviene metáfora la escena final cuando
Ron Woodroof intenta aguantar un segundo más sobre el toro de rodeo. Aunque el
papel se le resistió; debido a sus anteriores trabajos; McConaughey estaba encasillado
en comedias superficiales (Como perder un chico en diez días) o
papeles esforzados que no se estiraban más allá del guaperas eficiente (Tiempo de Matar, Sahara). Aunque no
ha llegado a renegar de su pasado como rey de las Rom-Com. En recientes entrevistas
el autor manifiesta la dificultad de que todo parezca sencillo en este género,
de fácil digestión y pronto olvido. Sus ultimas interpretaciones desde la
formidable serie True Detective hasta Interstellar, pasando por el
carismático striper de Magic Mike, sin olvidar en el camino
el psicópata de la turbia e impactante Killer Joe, nos muestra un
interprete que crece y tiene mucho que ofrecer. Olvidadas sus veleidades tipo
metrosexual de anuncio, tras darle bastante tarea a su endocrino. La obra navega
fotográficamente dentro de un realismo ochenteno que le da verosimilitud, un
look de serie B que se aposenta en las miserias humanas de los personajes y sus
sentimientos. Con esta interpretación, el actor le levantó el oscar al “lobo”
de DiCaprio, con quien se enfrentaba en un tête a tête, en la película de
Scorsese, rehabilitado de sus pecados de juventud, aunque no arrepentido,
McConaughey defiende aquellas producciones románticas.
Este club de
desahuciados es, hasta la fecha, el mayor éxito del canadiense Jean-Marc Vallée
(Café de Flore) y su primera incursión en la cinematografía yanqui con este montaje
palpitante. La historia de dos almas perdidas situadas en extremos opuestos,
que terminan por confluir, da la oportunidad de lucimiento a estos actores y de
paso permite la denuncia de las manipulaciones e intereses que mueven el mundo
de las farmacéuticas. De este modo se permiten licencias en el guión: presentar
a Woodroof como el homófobo que no era, para encontrar posteriormente su
redención. El tono indie aleja a este film de aquellos más convencionales y
timoratos como Philadelfia, Paciente Cero o Fiesta de despedida. En cuanto a
Jared Leto (El Club de la Lucha ,
Alejandro Magno, Réquiem por un sueño) se come literalmente la pantalla con ese
personaje bombón, verdadera mujer (y hermosa) atrapada en un cuerpo ajeno.
Ambientada en la época en que el sida todavía se consideraba la “peste rosa” y
los enfermos como apestados, castigados y condenados. El estigma social está
presente en conversaciones donde la testosterona y las birras van a partes iguales, hasta que el drama alcanza a quien no
lo esperaba, y su vida da un giro de 360º. Emocionante retrato humano. Fresco
acerca de la dignidad, cine social militante y reivindicativo, que no recurre
al happy end, ni en su empresa contra los gigantes farmacéuticos, ni en
el inevitable final de los protagonistas. Toda la banda sonora es diegética,
dentro de la propia historia para acentuar aun más la sensación de desamparo,
reforzada por los pitidos que atormentan a Ron en algunos momentos. Hay un
simbolismo latente en la escena que el antiguo vaquero se deja habitar de
mariposas; insectos de precaria existencia; al tiempo que Rayon abandona el
mundo en el hospital. Ron finaliza la película en el mismo lugar donde la
inició, pero ya no es la misma persona, ni su lucha es la misma de las escenas
originarias, donde se asombraba de que un galán como Rock Hudson hubiera muerto
de SIDA. La transformación espiritual de Ron es paralela a la perfomance
física de McConaughey. Una película; que si no es redonda y absoluta; surge
rotunda desde las tripas, para llegar al corazón.
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