Hubo un tiempo en que un grupo de
jóvenes cineastas e intelectuales barceloneses influidos notablemente por la
“Nouvelle Vague” francesa y el “Free Cinema” británico abanderado por directores
como Tony Richardson (La
Soledad del Corredor de Fondo), tratan de alejarse del cine
centralista y folklórico, dando lugar al nacimiento de la llamada Escuela de Barcelona, con un concepto
del cine más vanguardista o experimental. Muchos de sus integrantes (Pere
Portabella, Roman Gubert, Gonzalo Suarez, Vicente Aranda) fueron etiquetados
como la “Gauche Divine”. Películas valientes. Autofinanciadas. Con un claro
enfrentamiento al Régimen, de
argumentos intelectualizados o coqueteando con la experimentación. Ofreciendo
como obras más emblemáticas “Dante no es únicamente severo” de Jacinto Estava y
Joaquim Jordá, Biotaxia de Jose M Nunes, o el drama; casi de ciencia ficción;
“Fata Morgana” de este autor, donde aparece una de las musas de este
movimiento: Teresa Gimpera.
No debemos olvidar que en denominado cine mesetario,
en
aquellos días militaban (involuntariamente) directores como Bardem,
Berlanga o Saura. El Cadáver Exquisito (1969); retitulada Las Crueles; posee reminiscencias del film Las Diabólicas de HG
Clouzot, mixturada con una admiración al cine hitchconiano, no exenta, del
espíritu de Resnais. Sin encontrar el apoyo del gran público o de los
cinéfilos, que lo consideraron un snobismo antes que un movimiento, La
Escuela de
Barcelona hizo aguas a principios de los 70, dejando un puñado de películas
frescas, progresistas, vocacionalmente provocativas, y con querencia de
vanguardia, que habían luchado por sobrevivir entre la censura, la pobreza
creativa y el páramo cultural de la dictadura.
Con un punto de locura
colectiva, frente a la insanía real (y social) que les rodeaba. Ante la grisura
imperante, ofertaron un cine fresco, inclasificable, imaginativo y rupturista.
No es “Las Crueles” una de las
mejores obras de Vicente Aranda, pero merece un acercamiento para comprender la
estética (y la ética) de aquellos cineastas que buscaban romper con los
convencionalismos visuales y formales. Nace, pues, este “Cadáver Exquisito”
dentro del caótico movimiento visual barcelonés, que apagaba sus penas entre copas
nocturnas en el Bocaccio, templo
glamouroso de la “Gauche Divine”. El guión; basado en la novela Bailando para Parker; de Gonzalo Suarez,
deja entrever la sombra y el universo del director/escritor a lo largo de todo
el metraje. Rodaje accidentado (Vicente Aranda tuvo que dirigir en una camilla
adaptada), encontró a los cancerberos de la censura con prontitud, olisqueando
recortes y tijeretazos. No era para menos: presentar en aquella época un
argumento con editor de novelas que recibe miembros femeninos despiezados en
paquetes, enviados por la enigmática amant de una antigua novia (Capucine en la cumbre de su estilo "esfinge") y que, a su vez, seduce a la actual esposa (Teresa Gimpera). Demasiado sórdido
para la época. Demasiada tela para cortar. Si añadimos el acercamiento de
Aranda a lo que sería su posterior filmografía, con apenas esbozos de sexo. Aunque
estos balbuceantes desnudos resulten al ojo actual, melindrosos y de
parvulario, son comprensibles las trabas encontradas por este atípico thriller, para su exhibición en aquellos
años sombríos. Encontrada danza entre Eros y Tánatos, la muerte y el amor, el
autor utiliza textos de la monja Mariana Alcoforado, autora de Cartas de Amor de la Monja
Portuguesa , para habitar alguna secuencia. Los personajes
resultan excesivamente esquemáticos. Capucine no está en su mejor momento y la
musa Teresa Gimpera, desaprovechada en toda su belleza, luce un look; a lo Kim
Novak en Vértigo; que promete más de
lo que ofrece.
Lastrada con algunos zooms y travellings algo rupestres, de un
cine primerizo, El Cadáver Exquisito es un ejercicio de estilo críptico y con
planteamiento excesivamente literario. Aranda rompe con la realidad alterando
planos temporales, recurriendo a flahsback, y a la narración desectructurada de
los propios personajes, para evitar un final clásico y aclaratorio. El film es
una espiral narrativa a tempo lento, un juego de espejos algo autocomplaciente
y que naufragaba en su propia pretenciosidad. Ni la presencia palpitante de
Teresa Gimpera, ni la banda sonora apreciable de Marco Rossi; de escasa obra
como compositor cinematográfico; que llegó a interpretar junto a Matt Damon en El Talento de Mr Ripley; partitura eficiente
y evocadora; levantan este film lleno de influencias: Hichcoch, Resnais,
Robbe-Guillet (el jardín estatuario) o Antonioni (la secuencia de
aeromodelismo). Sugestiva curiosidad para cinéfilos. Con algunos ajustes podría
haber devenido en obra notable. O como descubrir que no fue el director de Seven el que inventó la caja de regalo con cabeza dentro...
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