De esta feliz idea de fusión de
sones y estilos hermanados en lo cercano (fronterizo) y en lo musical; el
sentimiento carece de barreras; surgen espectáculos notables (también inolvidables) como este homenaje al Maestro Paco de Lucía, que el año
anterior había bendecido los rincones del Auditorio con sus trémolos
cristalinos. Javier Conde es cualquier cosa menos una promesa. La promesa está
más que consumada. No sólo por su técnica apabullante, fruto de miles de horas
rompiéndose las falanges, de noches interminables con los dedos sangrantes. Para
llegar al culmen del sentimiento y la belleza es necesario dejarse el alma (y
el cuerpo) en las inmolaciones de la técnica. Y este guitarrista lo ha hecho
desde niño. Por eso sus dedos se comen la cabuyería, recorren el mástil como si
de un alfabeto secreto se tratara, diciéndonos al resto de los mortales que él
habla el lenguaje de las seis cuerdas, que la bajañí tiene duende y también
tiene reflejos de verde luna (que diría Lorca). Por que su versión de la
rondeña por soleá de La Cueva del Gato, suena a bronce, tiene sabor a
musgo cabal y equilibrado, pero no exento de esa locura espontánea de aquellos
a los que les habita el duende entre la prima y el bordón. La brisa repartió por
el Auditorio Ricardo Carapeto la nostalgia de Entre dos Aguas (versión extendida) interpretada al alimón con su
padre (de casta le viene) y que dejó al respetable en estado catatónico, con
esos increíbles picados (técnica
apabullante) y un sentimiento de lo mas jondo.
Javier Conde se fue por la puerta grande, abarcando un horizonte de
trémolos y arzapúas para dar paso a la levedad mozanbiqueña, a la fuerza
disfrazada de elegancia en el terciopelo
de la voz de Mariza. Del jaleo al
fado, del trino flamenco a la melancolía de la guitarra portuguesa. A Mariza le
gusta Badajoz (y viceversa) Eso se degusta en sus afectuosas referencias, en
sus sinceros elogios. Mariza sabe dominar el tempo escénico como nadie. Va y viene como las olas de un mar
inalcanzable, flujo y reflujo. Se detiene y prolonga la voz (y el instante)
haciendo que el respetable dance con su cadencia exótica, respire al ritmo de
su voz. Mariza desgranó una primera parte con sus éxitos, acompañados por gran
parte del público luso (uno de los grandes aciertos de este Badasom) que
palmeaba y bailaba en las gradas (Rosa Branca) o escuchaba melancólicamente las
piezas más íntimas (Chuva). No conforme con deleitar a sus seguidores con esa
voz prodigiosa; plena de matices: la diosa desciende a lo terrenal, paseando
entre fervientes seguidores su espigada silueta y saludando, como aperitivo del
banquete que vendría después. La de Mouraria regaló a los presentes una segunda
parte, plena de complicidad y afecto con la ciudad, interpretando en géneros e
idiomas que no son habituales en sus conciertos. Para finalizar, al espectador
exigente le hubiera gustado ver una fusión entre el cristalino sonido de la
guitarra flamenca y la nostálgica melodía de la portuguesa. Un duelo de
titanes. El guitarrista acompañante de Mariza ya había demostrado sus dotes,
interpretando una obra de Vicente Amigo. No pudo ser. Aunque la noche se volvió
intemporal con estos regalos que donó la fadista. Entre el público, quedaba
un grito unánime: Mariza, vuelve cuando quieras…
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