Producida por la compañía Ron Lalá, ha venido acompañada de
buenas críticas y premios y su paso por los teatros. La sinopsis ya nos pone en
advertencia y aviso para navegantes: no esperen encontrar las mil y pico
páginas del quijote ni condensadas, ni sin edulcorar. Las compañías de teatro
modernas quieren adaptarse a los tiempos que corren, quieren aportar a la obra
su visión y jugar con lo que está escrito. De este propósito puede salir una
propuesta interesante o algún espectáculo extraño. O, si nos encontramos con
mucha humildad, trabajo y un equipo que se coordina con la precisión de una
máquina de engranajes; podemos salir del teatro con la sensación de que han
conseguido rompernos los esquemas y de que no es necesario, siempre que se
respeten ciertas bases, seguir al
dedillo el texto original. La compañía Ron
Lalá lo sabe y no se ha conformado con aprenderse las hermosas sentencias
del Quijote, sino que han querido cantarlas, jugar al intelect con ellas y
confundir letras escritas y mano del escritor. Proponiéndonos un ejemplar de
metateatro realizado con mimo y acierto.
Pero ¿qué hace tan especial a esta
nueva versión? ¿Merece la pena acercarse a verla? Para realizar ese análisis
con criterio, catalogaremos, a grosso modo, las tres razones por las cuales una
obra de teatro podría merecer nuestra atención: actores en estado de gracia,
que se cargan el peso de la obra a sus espaldas (similar a lo que ocurre en
películas malas, ahora obras de culto gracias al esfuerzo del actor de turno);
que la obra original sea magistral y se respete punto por punto (en este caso
la obra es magistral, pero ni mucho menos se ha querido respetar su estructura)
o que la compañía combine diversos factores y en todos ellos actúe con
maestría, dando lugar a un todo, que sí es la suma de sus partes. Este último
caso sucede con la versión ronlaliana de En
Un lugar del Quijote.
Actuar, actúan. Vaya si actúan.
Íñigo Echevarría, el único que no pone voz a las canciones, a cambio se come el
escenario con su mirada alucinada. Si Cervantes le hubiese visto el perfil y lo
hubiese visto actuar pudiera haberlo confundido con su criatura, de tan
implicado que está con el personaje. Daniel Rovalher, consigue un Sancho Panza
bruto, deslenguado, actual, que tan pronto canta como recita refranes a
revoltijo, o maneja la mesa de mezclas (camuflada como pila de libros). Cuando
no está Don Quijote, se come el escenario por mérito propio. Álvaro Tato es
camaleónico, y decir que interpreta ocho personajes, no es hacerle justicia:
bachiller, caballero, cura, Montesino, Cide Hamete… Aportando a cada uno toques
singulares, los cuales a su vez interpretan a otros personajes, lo convierten
en una herramienta más del metateatro que se despliega a nuestros ojos. Juan
Cañas, como Cervantes y algún travestismo delirante, enamora. Un falso manco
que se mete en su propia obra, habla por y con sus personajes, transmuta a sus
amigos en personajes y se convierte en el hilo conductor entre las dos
realidades. Y ¿como no? terminar mencionando a Miguel Magdalena, director musical
y responsable de actuaciones cargadas de humor, salero y capacidad para la
adaptación soberbias. Cuando no, de los sublimes gags, o versos musicales más tronchantes
de la función.
En el apartado técnico no sólo
sorprenden: innovan e inventan. Con un espacio mínimo, aprovechan hasta el
último de los recursos. Las luces lunares se desplazan con ellos, los focos se
convierten en escenas al completo, el esqueleto de una falda representa al
traje de Duquesa, un culo hinchado simula a Teresa Panza. Juegan con la
iluminación, lo figurativo, lo poético y la complicidad con el espectador; al
que invitan a imaginar, soñar y completar con su mente aquello que falta sobre
el escenario (a modo de figura de la
Gestalt ). Encierran al auditorio en la intimidad de su
microcosmos. Los efectos de sonidos los ponen ellos y en directo: música de
fondo, ruidos, entrechocar de espadas. Mientras unos actúan los otros juegan
con las posibilidades del escenario e introducen sonidos de un verismo
alucinante, estimulando la imaginación más insípida y apagada. Funcionando como
una maquinaria perfecta: sus voces se coordinan, apenas empieza uno interviene
otro, si alguno toca la batería, el otro golpea el escritorio de Cervantes,
mientras Don Quijote se asusta porque oyó ruidos en el bosque. Tiene momentos
de una precisión que pone los pelos de punta y son, de hecho, estas las mejores
escenas de la obra: cuando se les nota tan compenetrados que le hace a uno
pensar si no son una misma persona multiplicada.
Hasta aquí cumplen con creces y les
hubiese salido un espectáculo muy currado (incluida escenografía onírica y
vestuario metateatral, en que la coraza de Don Quijote son las mismas páginas
en que se escribe su historia). Pero esta compañía, aportó un paréntesis final
para cerrar la ecuación: La música.Canciones ingeniosísimas. Y lo más
importante: desternillantes. Cada vez que rasgan sus guitarras, tañes sus laúdes
o golpean las cajas flamencas, sabes que vas a disfrutar de unos minutos de
murga en estado de gracia. Aquí despuntan con soberbia, y redondean un
espectáculo del que se despide; como no; cantando y previniendo los posibles
comentarios del revenido crítico de turno: “Es que se saltan
escenas. Es que no respetan la esencia de la obra. Es que Miguel de Cervantes
no hace chistes sobre Leroy Merlín, a costa del parecido nombre con el famoso
mago…”.
A todos ellos, además de los
aplausos y vítores merecidos; del “El Quijote entero duraría 20 horas”; y de un
subidón del estado de ánimo; contestarles con los versos finales de estos cinco
"máquinas" cervantinos y su equipazo: “Quien quiera el Quijote
entero, que se lea Don Quijote”.
Fin de
la nota al pie.
El espectador regresa a su escasamente cervantesca realidad. Convertido en ferviente y quijotesco ronlalista. Anhelando el instante, en que le sea permitido saborear
la obra: Siglo de oro, siglo de ahora (Folía) por la que la compañía obtuvo el Premio Max 2013.
Luis Collado
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