La
primera secuencia es toda una declaración de intenciones. La cámara se
introduce en un hogar (tan desestructurado como los protagonistas). El hijo
mayor (Emile Hirst); tarado y toxicómano; llama a la puerta, en medio de una
tormenta precursora. En el interior, un travelling nos muestra ropa amontonada,
vajilla sucia de varios días y abundante mugre. Es el sórdido mundo que aguarda
al espectador. La madre, que abre la puerta, con el pubis refrescándose al
viento; un padre calzonazos (y casi oligofrénico), jeringuillas, una discusión
ultraviolenta, insultos, amenazas, violencia gratuita. En su habitación, tumbada,
en camisón como la Lolita de Sue
Lyon, se encuentra la ninfúla Dottie. Ajena, aparentemente a todo lo que le rodea, escucha los gritos. Una profusión
de relámpagos y truenos, vaticinan una tormenta aun mayor. En escasos instantes
la depravación de los personajes se ha
definido como motor de ese micromundo, que produce asfixia y arcadas, a partes
iguales. Un microcosmos, que comienza a imprimarnos de la grasienta amoralidad
de esta América profunda, a partir de los primeros diálogos. Con una trama
negra, en torno al asesinato de la exmujer, para cobrar el seguro, está servida
la excusa para vertebrar discusiones intensas y revulsivas, impregnadas de insania
y pestilencia. La repugnancia que inspiran los personajes es directamente
proporcional al desarrollo del argumento. El sicario contratado para llevar a
cabo el asesinado (excelente Mattew McConaughey) es un policía sicópata de una
frialdad repulsiva, que ante la falta de fondos, solicita como alternativa de
pago a la; hasta entonces angelical; Dottie. La dirección de actores, llevados
hasta el extremo en las secuencias es uno de los aciertos de este film. Una de
esas extrañas criaturas de celuloide que el espectador no sabe si desea volver
a visionar. La pequeña Dottie, es ofrecida en pago al gélido asesino a sueldo, como
víctima inocente, en un principio. Pero los giros de tuerca llevarán a esta
atípica nofamilia; reflejada en
espejos deformados; a un cataclismo que supera todas sus expectativas. Rodada
casi por completo en interiores, dado su origen teatral, los escasos exteriores
son un respiro para escapar a esa atmósfera opresiva con olor a fritanga,
amoralidad, y aberración. Una realidad alternativa, donde integridad y moral,
son palabras desconocidas. Killer Joe, se revela como un depravado, buscando la
juventud, en su cita con Dottie, donde descubrimos que la cándida y virginal
ninfa (June Temple en estado de gracia) no es lo que parece.
El hermano tarado
es perseguido por prestamistas a los que debe dinero. La espiral de violencia
crece en una de las escenas de mayor tensión. Entre risas y chistes, el mafioso
recuerda instantes felices. De modo inocente, bromea y ríe con la víctima,
previamente a la brutal paliza que ambos saben, va a recibir. La aceptación de
la brutalidad y el envilecimiento como algo cotidiano, forma parte indivisible
de este nauseabundo paisaje sureño. Cuando los planes económicos no salen como
se esperaba, y se dan cuenta que han sido manipulados, la debacle ya no tiene
marcha atrás. Los personajes devienen marionetas en manos de un funesto
destino. Perdedores, desahuciados de sí mismos que en una catarsis final,
desarrollan una escena llena de
violencia (interna y externa) con lucimiento del policía sicópata (McConaughey)
de la inmensa Gina Gershon (Showgirls) y el resto de elenco. Siempre eficiente,
Tomas Haden Church, nos regala un marido redneck,
(paleto), consentidor, estulto y abofeteable. El inexistente paraíso, explota
en una vorágine destructiva. Una escena terrible, vomitiva, tras la cual las
alitas de pollo nunca nos parecerán igual. Es esa violencia asumida, latente,
que impregna el paisaje, como una respiración enfermiza, fría como un témpano,
lo que erosiona la visión del espectador de estómago delicado. Esa capacidad de
explotar dentro de la violencia más sádica y enfermiza para volver en un
instante a la ¿normalidad? de una cena familiar desestructurada (y degradada). Killer Joe es un thriller pervertido,
que bebe directamente del Pulp más
sórdido y el humor negro más infame. Un paseo por la miseria y la abyección que
alcanza el ser humano, cuando carece de valores de referencia.
Retorcida fábula
sobre la infamia en sus diversos estratos. Se sostiene; tan atípica y
perturbadora arquitectura; sobre la entrega interpretativa y la malsana brújula
que guía el argumento como un mecanismo de relojería hacia la debacle final. No
hay redención posible en ese final abierto, donde la degradación campa a sus anchas.
No hay salvación en esa inmolación colectiva de la ética y la humanidad.
William Friedkin, ha dirigido esta degradante y retorcida parábola sobre la
miseria que podemos llegar a alcanzar. El director de French Connecction y El
Exorcista, domina la puesta en escena. Consigue extraer de los actores toda
la perturbadora insania, que requiere esta pieza
de cámara pervertida. McConnaughey; ya había dado muestras en Magic Mike; dé su deserción del producto alimenticio, y su (posible) redención
de la comedia blanca, sosita y palomitera, se crece en un personaje infame, que
irradia inquietud con su presencia y reacciones imprevisibles. Esta historia es
la disección visual de unos depravados perdedores. Negra. Negrísima. Salpicada
por el humor, aún más negro, de Joe y
sus códigos morales alternativos. Trufada de sus oscuras; e imprevistas;
reacciones. Antes de las tormentas, desencadena el abanico de la educación y
los buenos modales. Quizás el film acusa
un cierto desequilibrio en el montaje, alternado precipitación con lentitud, o
cierta demora al inicio del metraje, indolencia a la hora de captar al
espectador. Propuesta incatalogable e incómoda, que recupera al autor de Vivir y Morir en Los Ángeles, para
resolver con solvencia el encorsetado origen teatral del texto, el regusto
televisivo y lo surrealista de algunas situaciones. Es hora de recuperar al
abanderado del cine policiaco en exteriores o el terror gótico, oculto durante
los últimos años. Ha elegido para hacerlo un producto chocante, sin esquemas, que
juega con los códigos del cine negro y la literatura Pulp de Jim Thompsom, pero los dinamita con esta familia de
instinto salvaje y el humor negrísimo que destila. Metáfora envilecida de un
capitalismo bestial y la deformidad de la realidad que gravita a su alrededor.
Killer Joe, es uno de esos celuloides
que nos harían cavilar antes de recomendar su visionado a terceros. El
personaje de McConaughey suele ir acompañado de planos detalle, para escapar de
la raigambre teatral del argumento, y los exteriores aportan un poco de oxígeno
a esta opresora e intranspirable atmósfera sureña. La extraña (e insana)
atracción que la bipolar Dottie, con su postiza candidez, ejerce sobre los protagonistas, origina la vuelta de
tuerca donde culminará este Grand Guignol de la América
profunda. El guión del experimentado Tracy Letts (autor de la obra teatral y
del guión de Vivir y Morir en Los
Angeles) y ganador de un Pulitzer, no deja respiro en esta trama
frenética, desesperanzadora. Auténticamente destroyer.
Verdadera patada en el rostro del espectador. Esta sombría parábola sin
moraleja; pasó comprensiblemente; de forma expeditiva por las salas de
exhibición, reflejando breve estadía en cartelera. La irritante y discordante
banda sonora, contribuye a la sensación de malestar integral. Esta crónica de animales heridos, semeja una
hibridación de un Tennessee Williams pervertido con El Demonio Bajo la Piel. Los hermanos Coen, mixturados con un
Tarantino pasado de rosca. Pero deviene mucho más sucia y oscura. Estrenada en
Venecia con una, comprensiblemente, tibia acogida, recibió en EE UU la
calificación NC-17, calificación
impuesta no pensando en la terrible violencia (soterrada y de la otra) sino en
los desnudos ¡intolerable! de los protagonistas que atentan contra el orden y
las buenas costumbres ¡Faltaría más!
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