Es arriesgado para el observador, aproximarse a obras que han
recibido alabanzas extremas y varapalos jacobinos (cuanto le agradaría a Zafón
esta adjetivación). La Sombra del Viento irrumpió; como su
título indica; en el paisaje literario. Con un vendaval superventas que arrastró a su
paso la hojarasca que conlleva el éxito: panegíricos desmesurados conviviendo
junto a críticas sangrantes. No hay duda que existe en nuestro panorama
editorial, un antes y un después de esta saga, hasta ahora formada por La Sombra del Viento, El Juego del Ángel y El Prisionero del Cielo,
narraciones con características disimiles unidas por unos personajes puente. La
mayoría de los elogios nacen de la utilización del lenguaje por parte del
autor, así como la hostilidad se basa en la estructuración confusa de los
argumentos, circunstancia algo caótica al analizarlas como un totus.
Este ha sido uno de los mayores escollos encontrados por el lector: la ilógica
sucesión de los episodios, si tomamos las novelas como una sola historia.
Circunstancia más perceptible en el último (hasta ahora) de los libros de la
saga: El Prisionero del Cielo, dónde algunas incongruencias de guión, causan
perplejidad, a la espera de que se aclaren en nuevas entregas. Esta
circunstancia lastra una obra notable, dado que la certeza de apresuramiento literario, con respecto a las entregas de la cadena comercial,
impide la sedimentación del espíritu. De este modo se evitarían circunstancias
como las que detallamos a continuación. Si bien, es cierto, que éstas parecen
ser deudoras de la carencia de un corrector a la hora de enfrentarse al
manuscrito, y esto es responsabilidad de las editoriales. El estilo de Zafón;
antes especializado en literatura juvenil: Marina, El Palacio
de los Espíritus; bebe de su oficio como guionista, sobre todo en el
tercer libro de la saga, cuajado de diálogos y algo de premura literaria.
Utilizar palabras como birra o gayumbo en los años 5o, está fuera de toda
cronología histórica. Ofrecer caramelos Sugus o Pastillas Juanolas, cuando no se habían comercializado en España, o describir con "pefil de Pepito
Grillo" a un personaje, un año antes de su creación por parte de Disney,
son errores que no afectan para nada a la validez literaria. Como tampoco lo es
presentar a un personaje, palillo menesteroso en la boca; escuchando una radio
portátil en una fecha en que, las pocas que había en Estados Unidos, solo eran
posibles para clases acomodadas. Zafón construye una Barcelona mágica, envuelta
en nieblas espectrales, deudoras del folletín y la novela negra, pero las
adereza de unos diálogos ingeniosos, que describen la riqueza de caracteres de
los personajes. Dotados de un humor cínico, estos intercambios de ingenio de un
surrealismo costumbrista (si se me permite la expresión) son la marca de clase
del escritor, que compone a los personajes en torno a industriosos y elaborados
parlamentos. En ningún momento se nos presenta como una novela histórica, por
lo que las distracciones que debería haber detectado el corrector, tampoco
hacen mella en el argumento. La prosa florida de Zafón se adapta a la
perfección a estos perdedores, que hacen literatura dentro de la literatura, en
un juego de espejos, rodeados, eso sí, de un exceso de vahos, brumas, nieblas y
reflejos opalescentes. Es imposible no reír con la humorada hiperbólica de
algunos personajes, no dejarse arrastrar por el extraño encanto y cinismo
delirante de estos diálogos. Aquí es donde brilla sobremanera la prosa del
autor, pese a algunos instantes en que los adjetivos no son los apropiados, o
parecen haber salido del corrector de Word. Característica que, en tomos del
tamaño que nos ocupan, pueden achacarse al apremio editorial. Da la sensación
de que el mainstream devora a los autores, y los
convierte en maquinas de hacer páginas, a costa del reposo y el tiempo
necesario para madurar la fruta. Estos libros, aunque se hayan convertido en
best-seller en número de ventas, poseen características que les alejan del
producto adocenado para consumo rápido. Zafón tiene talento narrativo y su
voluntario estilo decimonónico, su trazo gótico, le alejan sintácticamente
de aquellos. Ojala todos los best-seller manejaran el lenguaje con esta
precisión, dominio y amor por el texto, aunque en ocasiones peque de cierta desmesura en su búsqueda por saturar la
frase, o de vaguedad en el adjetivo. Los antihéroes que habitan estas páginas se acercan al lector debido a su mundanía vocacional, gracias a su bonhomía galopante. Incluso
en relatos de tinte claramente fantástico como El Juego del
Ángel, consiguen mantenerse a flote en una realidad de posguerra,
oscurantista (y oscura), donde incluso para vencer los más ocultos demonios se
echa mano de un estilo farandulero y optimista. Actitud literaria que consigue aligerar los cientos de páginas de estos tochos, que se devoren con avidez y sin cansancio
ocular excesivo. Esta Barcelona oscura, de un goticismo húmedo, ocultando
misterios ignotos como el Cementerio de los Libros Olvidados; que ya quisieran haber fraguado algunos de los que denostan
al autor. Esa geografía única, en donde habitan taimados inspectores franquistas, elegantes Mefistófeles solicitando almas, cándidas señoritas-bien; que no son tales; es
uno de los aciertos de estos vademécums literarios. Muy por encima de la perdida de fuelle
literario, o la vocación explícita de explotar la gallina de los huevos oro de
El Prisionero del Cielo, creado con profusión de
diálogos, y querencia de guión cinematográfico, queda la capacidad para atrapar
al lector en las pesquisas cotidianas y el calado humano de los protagonistas.
Quedan esos colofones de impacto. Esos epílogos, que se impregnan en la piel,
como el que consuma El Juego del Ángel. Tan sólo por esto,
ya merecería un lugar privilegiado en nuestra literatura. Si algún autor niega
que hubiera deseado firmarlo, miente con premeditación y alevosía.
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