No puedo ser objetivo en este tema. Avisados quedáis. Si
queréis un análisis desapasionado, buscad algún artículo especializado. Esta es
la perspectiva de un fan. Mucho más personal, pero infinitamente menos
universal. Tendréis que perdonarme. Dicho esto, comenzamos la revisión del
concierto tributo God Save The Queen.
Comenzaré con un dato curioso, para que comprendan mejor lo
que mencionaré después. El subtítulo que acompaña al Concierto Tributo, tiene
mucho sentido. Es el nombre de la última canción de uno de los discos más
famosos de la banda (A night at the opera) y la canción elegida para el término
de sus conciertos. Además, representa a la perfección la despedida final del
concierto que se imita.
1986. Wembley. Queen dispone del legendario estadio para
ellos solos. Y dejan para la historia el que está considerado como uno de los
mejores conciertos de la historia de la música moderna. De ahora en adelante
todo lo referente a este concierto se referirá a la gira God Save The Queen,
pues el objetivo del tributo es imitar de principio a fin el que quizá fue su
mejor actuación en vivo (esta referencia se la debo a una buena amiga que me
acompañó). Sentados estos antecedentes, podemos iniciar la revisión.
No son Queen. Dejémoslo claro desde el principio. No son las
tres octavas. No es uno de los bajos más originales del rock. No es un batería
asombroso con voz de pito. Y no es la guitarra que nos ha legado, algunos de
los solos más complejos de guitarra que se hayan compuesto (eso sí, bajo la
sombra de gigantes: véase Jimy Hendrix, George Harrison…). Queen no volverá a
ser Queen, lo imite quien lo imite.
Sabiendo esto ¿qué sentido tiene acercarse a la gira
organizada por estos músicos? La razón es sencilla: no son ellos, pero disponen
de los medios y habilidades para durante un rato, invitarte a creer que sí lo
son. Y para todos los que no nacimos en la época propicia para verlos, es un
pase a viaje en el tiempo. Un regreso al futuro mal explicado. Y una
oportunidad única.
Pablo Padin hace de Freddy. Y se mueve, se agita, provoca,
señala, se acaricia con lascivia, pone morritos, se pega a lo sadomaso con un
arte y una capacidad de imitación asombrosa. Los gestos corporales, la manera
de moverse, es lo mejor de su actuación. No se puede decir lo mismo de la
expresión de sus gestos faciales. Aunque ganaron en fuerza y energía a medida
que avanzó en el concierto, es otro tipo de cara. No es la mirada desafiante. Y
su personalidad intenta adaptarse con mucha dignidad (se nota que es más
timidillo) a un showman que sobre el escenario no tenía límites (al bajar, se
descubría que era un fachada convincente, pero fachada en parte). A pesar de
esto la mímica aprendida a base de mucho trabajo se ve reflejada en su manera
de desplazarse por el escenario y de hacerte sentir que está ahí. Que ha
resucitado. Y que canta. Y canta muy
bien. Podría haber tenido sólo una voz parecida. O copiar bien sus registros.
Pero su voz se parece y además tiene mucha potencia y armonía. Más allá de la actual
imitación, es una voz con mucho potencial. Y tiene momentos que alcanza
registros altos y muy complicados. Sin despeinarse. Lo dicho, un lujo.
La escenografía impecable. Está todo. Las luces. Los trajes.
Los instrumentos. Los cambios de indumentaria. Los falsos finales del
concierto. La inefable peluca de Bryan May (masa de rizos, peluca francesa
empolvada, extraída de alguna turbulenta escena de Eraser Head). Lo dicho.
Todo. Hasta los falsos y protuberantes pechos para imitar la mujer aspirando la
casa en “I Want to Break Free”. Otro regalo para la vista.
Luego están Francisco Calgaro (Bryan May), Matías Albornoz
(Roger Taylor) y Ezequiel Tibaldo (John Deacon). Su actuación es correcta. Tocan todos los temas
sin problemas. Y convierten la resurrección en memorable. Los temas suenan
igual que los originales en vivo. Hasta se le permite a Calgaro tener sus
minutos de gloria, tocando los solos de Bryan May (cosa loable por otro lado,
porque el original tenía alguna clase de retorcido mecanismo en los dedos).
Pero Pablo (Freddy) se los come. Uno podría decir: “eso también pasaba en los
conciertos de la banda”. Sí y no. Que Freddy tenía carisma, era egótico en el
escenario y tenía mayor afición por las atenciones del público que por los
modelitos horteras y las fiestas salvajes; es incuestionable. También que lo
hacía todo en razón a su entrega por sus seguidores. Por ofrecer el mayor
espectáculo posible. Pero el resto de la banda tenía su carisma en el escenario
y eso se pierde. Vale que Bryan nunca fuera el rey de la fiesta, pero sus
movimientos extraños, como de algún siglo pasado y su concentración alucinada
en la guitarra pasarán a la historia. John Deacon era ese genio rezagado. Ha
dado algunas de las mejores melodías a la banda y a la historia de los bajos.
Pero se quedaba atrás con su manera arqueada y atípica de tocar las cuerdas del
bajo. Con su camiseta de muchacho de ocho años. Y tenía su encanto. Y también
sus momentos de gloria, cuando sus compañeros le dejaban salir al frente del
escenario a lucirse. Me dejo a Roger Taylor para el final, porque lo de este si
es una pena. Si había otro miembro con una gracia y carisma únicos, era Taylor.
Pandereta en mano. Agudos salidos de un malvado apretón escrotal. Y una poca
vergüenza, me parece, más sincera que la del cabecilla. No se quedaba
ensombrecido, allí sentado a la batería. Aún quieto, parecía moverse con sus
compañeros, alimentar el espectáculo desde su posición. Todas estas cosas sí se
pierden. Pero ya avisamos que esto era otra cosa.
Un regreso al pasado. Una oportunidad de creer durante un segundo
que estuviste allí, cuando ellos estuvieron vivos. Una oportunidad de escuchar
tus canciones favoritas en vivo. Y de que se te pongan los pelos de punta. En
directo, tienen canciones que sobrecogen. Interpretadas con una calidad que te
hace perder la babilla. Por nombrar unos ejemplos: “Save Me” debe ser uno de
los momentos más conmovedores del concierto. Jamás pensé que pudiera sonar tan
bien en directo. “Who Want to live Forever” te pone los pelos de punta,
emociona y quieres llorar. “The
Show Must Go On” un preludio épico a “I Want It All”. “Somebody to Love”
prepara la coordinación del público hasta el momento único en que todas las
manos se coordinan en la coreografía de Radio Ga-Ga (imitando un momento histórico,
en que coordinaron los aplausos de miles y miles de personas). O atreverse a
tocar Bohemian Rhapsody en directo (ni la banda se atrevió nunca, por las
complejidades técnicas del momento de los coros). Me he saltado muchas, pero no
hay espacio y resulta innecesario. Transmiten. Emocionan. Te hacen vibrar. Y te
sientes en un viaje en el tiempo. Con todo eso ya merece el dinero de la
entrada. Y si no, al menos, puedes disfrutar una reconstrucción fidedigna,
meticulosa y muy humilde de lo que fue aquella banda legendaria.
Queen no ha muerto. Nos quedan sus canciones. Sus vídeos. Lo
recuerdos de quienes los vieron mientras vivían. Y un legado musical eterno.
Queen no morirá. Igual que Beethoven o Michael Jackson, por citar figuras
famosas, tampoco. Alguien sacará una recopilación, un concierto tributo, una
rareza de estudio que no vio la luz. O se volverá a hablar de ellos y punto.
Porque marcaron un hito en la historia. Porque emocionaron a miles de personas.
No a todas. Pero sí a miles de ellas. Y la capacidad de transformar algo
subjetivo, como el arte, en afición universal, es un talento propio de los
músicos. Y si esos músicos conforman uno de los grupos más creativos,
habilidosos y carismáticos de la historia, su leyenda perdurará puede perdurar
para siempre.
Me gustaría cerrar con una frase. Habla por sí sola y
seguramente explique mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo, la existencia de
este tributo a la banda. Con estas palabras de Freddy Mercury me despido:
Luis Collado.
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